sábado, 22 de febrero de 2014

Ayes de Lupe

¡Ay, ay, ay! Tres ayes de una vida. Un ay de frustración, otro de horror y un último de resignación.

El primer ay que sintió Lupe fue a los diez años. Era un chico delgado, blanco, pelo castaño, temeroso de una madre soltera absolutista, de una miseria constante y con unos ojos de mirada siempre tímida.

En su nombre, Guadalupe, mostraba desde su presentación, una ambigüedad sexual de género que fue el detonante de sus lamentos.

El  primer ay fue, pues, cuando se dio cuenta de que el cuerpo que se le asignó al nacer no correspondía al que Lupe quería tener.

Creció viviendo las incomprensiones suyas y de todos los demás; las frustraciones incontables que sentía por no vestir, jugar, hablar, bailar y moverse como quería; por las innumerables represiones que le provocaba su conducta. También la pobreza de la casa contribuía a una desilusión por no hacer lo que anhelaba. Así continuó sobreviviendo Lupe hasta cumplir sus quince años. Entonces, por primera vez confirmó el deseo de no ser hombre, sino mujer. 

Antes de su decimosexto aniversario, su madre recibió en su casa a un amante efímero, feo y repulsivo que, al ver de paso al mozo afeminado solo en una habitación, mientras su dama de cama se aseaba los vapores corporales del amor, aprovechó para descargar en él sus instintos animales que le desgarraron a Lupe lo único inmaculado que le quedaba hasta ese día. Lupe no contó nada de lo sucedido por temor a las reprimendas de su madre.

Dejó la escuela, pero se desarrolló en el arte de la belleza ajena. Cinco años transcurrieron en los cuales Lupe aprendió con destreza a estilizar las cabelleras de quien las dejara moldear por sus manos habilidosas. En esos cinco años creció su renombre y en vez de ayudar a su casa para abandonar, por lo menos un instante, la pobreza, Lupe ahorró cada centavo ganado para ver en su físico el sueño de su vida hecho realidad. Deseaba ver el día en que dejaría por fin salir las curvas escondidas bajo la piel masculina que lo cubría. Ocurrió entonces el segundo ay.

A mediados de la primavera, con el producto de su trabajo estético, decidió invertir un poco en su propia configuración. Se implantó figura en las caderas, se afiló la mitad del vientre y más arriba, se infló su personalidad. Pero, después del cuerpo, ya escaso de billetes, acudió con un doctor de esos charlatanes que, por una fracción del costo le inyectó en el rostro a Lupe, nadie supo jamás qué. 

Los cachetes le comenzaron a crecer deformes y su faz dejó de parecer cara; se veía más como una enorme patata. Sus labios, otrora  carnosos y rosados, ahora daban la impresión de ser una flor  descolorida de panteón abandonado. Los párpados se hinchaban y caían con el pasar de los meses, lo que le impedía la visión. Lupe no tuvo más remedio que pegarse cinta adhesiva sobre los ojos para poder seguir haciendo el escaso trabajo que le quedaba, después de que los clientes asqueados de su imagen, se iban lentamente ausentando al mismo tiempo que perdía, también, sus fantasías.

Su madre murió y Lupe recobró fuerzas para continuar ahorrando a pesar de la escasez de entradas a su irónico salón de la belleza. En su trabajo usaba sombreros con grandes velos que lo hacían parecer señora avejentada y bizarra. Bien decidido por recuperar su rostro perdido, Lupe no gastó lo poco que ganó durante 25 años de penoso esfuerzo.
Teniendo ya la suma requerida en efectivo, hizo un corto viaje a la ciudad vecina más grande para someterse a la operación que le cambiaría la vida. Así sucedió cuando pisó el suelo de la terminal al llegar su autobús. Cuando caminaba con su bolso conteniendo el pasaporte a su transformación, unos bandidos vieron la ocasión para asaltar a esa extraña figura con curvas femeninas pero con un enorme rostro desproporcionado.
El segundo ay de horror de Lupe al verse igual, desfigurado, pobre y mancillado. 

Sin honor ni gloria regresó a su hogar, abandonado a la ruleta de la suerte, lamentándose de su destino.

Dejó ir la cúspide de su juventud detrás de un sueño interrumpido muchas veces. El carácter de Lupe se vio forzosamente moldeado a martillazos sobre un yunque férreo y frío. ¿Qué más se le presentaría? ¿Qué otra cosa podría sucederle para minimizar el temperamento afanoso de su naturaleza?

Suspiró por sus dos ayes sin perder nunca los deseos de vivir. No podía permitir que se le fuera el alma de este mundo de tal modo. Exhaló un ay más, uno de resignación y se puso de pie ante el escenario de su drama personal.

Decidió renunciar a su trabajo de estilista y cambió drásticamente de dirección. Siempre estuvo al margen de las burlas, primero por su amaneramiento y después por su monstruosa deformación, ahora Lupe usaría el escarnio de su existencia a su favor.

Descubrió sin vergüenza su cabeza, se maquilló con colores brillantes y excesivos, tiñó sus cabellos oscuros en las tonalidades que quiso y se compró vestidos llamativos, pegados a su cuerpo femenino.

Lupe aceptó con orgullo resignado  la atención que provocaba su figura contorneada en discordancia con una cara  grosera y desdeñosa. 

Ahora, sobre un escenario real bajo luces de reflectores, lucía Lupe con bailes y cantos un espectáculo que arrancaba los aplausos y las risas de la más curiosa concurrencia. 

Por fin, el que dejó de ser él para ser ella, cantaba sus tres ayes para animarse a sí misma y al público que la veía. Lupe se convirtió en la joya de unas noches de glamur mortecinas que inspiraba y alertaba los sueños banales de otros que como él, o ella, alimentan la realidad humana.