lunes, 21 de abril de 2014

ESTAMPA DE UN “SANTO” MODERNO

Otra vez llega Samuel a la oficina con su cappuccino de Estartbox gritando a los cuatro vientos, con su voz de micrófono integrado, el tiempo que tuvo que pasar en la cola “rápida” del puente para cruzar de Laredo, Texas a Nuevo Laredo, Tamaulipas, y llegar a tiempo al trabajo. ¡Y todo para conseguir su café!
_ “¡Pero si aquí tenemos cafetera, Samuel!” _ Le dice uno de los compañeros.
Samuel lo ve con cara de conmiseración y explica que su estómago sólo tolera el molido fino de tostado medio de Estartbox, cafetería que desafortunadamente sólo hay en Laredo, Texas, pero que vale la pena cruzar el puente todos los días para uno de los pocos placeres de su vida. Yo suspiro de resignación, tragándome el contaminado aire de su soberbia.
El resto de la mañana, Samuel se la pasa en su cubículo frente a su computadora, oyendo la música de uno de los grupos estadounidenses de rock cristiano de moda en el reproductor de su “ayFon 8B” a todo volumen. Canta las canciones él también.
En el momento en que se levanta para ir al baño va dejando a su paso unos separadores de libros con el mensaje: “Cristo te ama” sobre los escritorios de los compañeros. Llega al mío y coloca uno con una sonrisa en su cara. Tomo el separador y, a la vuelta, leo una invitación para un concierto magno de alabanza y adoración cuya entrada cuesta $200ºº pesos. _ “Es en el Gran Salón del Reino contiguo a la iglesia de San Juan. Va a ser una verdadera bendición” _ Me dice Samuel y prosigue su camino hacia el excusado.
Más tarde, durante el tiempo de la comida, Samuel se sienta a mi lado y saca su baguette vegetariano con aderezo italiano. Empieza a platicar que Dios lo había bendecido por ser uno de sus hijos favoritos porque en la mañana, al ir a Laredo, Texas, para comprar su café, el coche de enfrente cayó en un bache que le reventó la llanta. Gracias a eso, él pudo esquivar el agujero vial y salir ileso.
Tal comentario me hizo considerar si Samuel, muy en el fondo, creía que a la persona del automóvil del accidente le había sucedido eso porque se lo merecía o simplemente porque Dios no lo quería o, tal vez, porque el otro no era hijo de Dios como él.
Mantuve silencio y seguí escuchando a Samuel; ahora hablaba de Julia. Decía que era una zorra caliente que se metía con todos en la oficina, que él estaba rezando por ella para que Dios la tocara, pero que parecía tener una consciencia cauterizada y un corazón de piedra. Según él, Julia tenía dos semanas seduciéndolo, pero como él era un hombre de Dios no iba a ceder ante la tentación que se le presentaba en esa silueta femenina de voluptuosos senos.
Después continuó: _"Ay, y Augusto, ahora salió con sus ondas de la New Age. Fíjate que el pobre ahora anda diciéndole a todos que la acupuntura lo sanó de sus migrañas, ¡y la gente le cree! Yo le dije que cómo se atrevía a meterse con cosas que no entiende, que cómo podía confiar en esas tradiciones milenarias de Satanás, que era una manera de cegarlo y que dejara de lado la fe en Dios. Pero bueno, no se puede discutir con esa gente tan ignorante. Yo sólo seguiré orando por su alma. Ja, ja, ja, pobre, pero ya mejor me fui porque me estaba dando coraje todas las tonterías que decía de la acupuntura, como si eso fuera verdad. Ay, ¡Dios mío! Ya la gente no sabe ni qué inventar. No cabe duda de que el pueblo muere por falta de conocimiento"_
Nuevamente guardé silencio porque iniciar una conversación para hacerle ver a Samuel todas las incongruencias de su vida es un caso perdido. Ya lo hemos intentado muchos, muchas veces, y Samuel sólo se hace de oídos sordos y nos ve con su falsa cara engreída de lástima. 

Terminamos de comer y volvemos a la faena cotidiana de cada día.

Fin.

martes, 15 de abril de 2014

TESTIGO DEL SEÑOR

Bueno, después de todo el esfuerzo que hice para llegar a ser un buen atestiguante de Yavé, finalmente, morí. Abrí los ojos después del mortal proceso, el cual, por cierto, pasó imperceptible. Ni me di cuenta de cómo me estaba muriendo. Bien dicen que la vida se va en un abrir y cerrar de ojos; descubrí que así fue. Entonces cuando fui consciente otra vez, después del nuevo despertar, vi un entorno idéntico al que veía en vida en las revistas llamadas “Torre Fuerte”. Después de todo, esas ilustraciones del paraíso fueron las que me atrajeron al atestiguayavenismo.

Al ponerme de pie, noté que todo a mi alrededor era muy bello y pulcro. Estaba como en un inmenso jardín con el césped recién podado. Había algunos árboles frutales esparcidos aleatoriamente por el lugar. El clima era muy agradable y el aire cargaba consigo un aroma a flores. Me percaté de que traía ropa limpia: un pantalón color beige y una camisa blanca con los puños y el cuello almidonados. Mis pies, en cambio, no tenían zapatos, sólo un par de calcetines color crema. Sentía la fresca sensación de la hierba suave bajo mis plantas.

Alcé la vista porque percibí unas figuras que se movían en mi dirección. Eran cuatro personas delgadas y no muy altas, dos adultos y dos niños. Parecía, sin lugar a dudas, una familia: el padre, la madre, un hijo y una hija. Ya más de cerca distinguí que eran asiáticos, - ¿Chinos o, tal vez, coreanos? -  No lo supe, pero hablaban español. Me saludaron con una enorme sonrisa en su rostro amable de ojos rasgados y cabellos negros y lacios. Todos vestían muy formalmente, tal y como estaban las personas que aparecían en la revista.

Recuerdo que antes de unirme a la organización – evidentemente cuando estaba vivo – me preguntaba si en el cielo usaríamos ropa o si andaríamos por ahí corriendo felizmente desnudos con nuestros genitales disfrutando libremente y sin restricciones la frescura del viento. Pues bien, ahora sabía que sí había vestimenta que tapara nuestros secretos corporales. Los varones asiáticos que me recibieron tenían pantalones azules de vestir y camisas blancas con corbatas rojas. Las mujeres, llevaban vestidos de telas florales de una sola pieza con un elástico en la cintura para acentuar la figura, piezas simples, pero bonitas, cuyos bordes les llegaban debajo de las rodillas. No fue evidente que trajeran ropa interior, pero seguramente sí las tenían. Pensé que eran atuendos muy básicos y sin pretensiones, pero bueno, a fin de cuentas era el cielo y, tal vez, no existían las modas y los sentimientos mundanos que provocaban en los seres humanos mortales, como la vanidad, la baja autoestima, la soberbia y esas cosas.

Los adultos de piel amarilla, tersa y muy limpia me saludaron en mi propio idioma. No me sorprendió, pues consideré que todos en el cielo hablaríamos todas las lenguas humanas a fin de poder comunicarnos sin problemas. Traté de pensar algo en chino o en coreano para hablar con ellos, pero, por la premura de responder el saludo, hablé en español. Los niños me extendieron una canasta con frutas frescas variadas. Me invitaron a disfrutarlas en su casa. Parecían personas muy amables y, debido a que yo acababa de llegar al cielo y aún no me encontraba con mis seres queridos, acepté sabiendo que tendría una eternidad a mi disposición para hacer con ella lo que quisiera.

Caminamos hacia ¿el Este?, ¿el Sur? Me percaté en ese momento de que no había sol en el cielo. Es más, ni siquiera el firmamento era como en la tierra; no era azul, ni había nubes. Sólo había una brillante luz blanca. Supuse que la presencia de Yavé – el único dios en el que había decidido creer – iluminaba todo lo existente en este lugar, tal cual había aprendido en esta organización religiosa. Seguí caminando con mis nuevos amigos hasta que delante de nosotros, bajo unos frondosos robles con hojas muy claras, vi una casa de madera con grandes ventanales de vidrio transparentísimo. Había una puerta de madera oscura y cerraduras doradas. –  ¡Qué bonita casa! – Me dije, pero no pude evitar preguntarme para qué había ventanas y cerraduras en el cielo. Tal vez querían tener una vida lo más parecida a la que estaban acostumbrados en la Tierra; o simplemente querían evitar ser molestados en la privacidad de su casa por algún buen vecino que decidiera visitarlos inesperadamente.

En fin, evité seguir haciendo preguntas al respecto porque supuse que eventualmente daría con las respuestas. Entré a la casa y no era diferente a cualquier otra casa terrenal. Había una sala de estar con pisos de madera y muebles forrados de tela mullida con un irónico estampado de flores de lis. Me senté en uno de los muebles junto con los niños mientras la familia iba a la cocina a sacar bebidas para disfrutar de la fruta en el patio trasero. La familia regresó con otra canasta parecida a la que me regalaron cuando nos conocimos, sólo que ésta tenía unas botellas de agua natural, mineral y jugos. Salimos, pues, al patio.

El lugar no era un jardín particular como me lo hube imaginado, porque no había bardas que lo rodearan. Era sólo la misma extensión verde que estaba en todas partes. Sólo dimos unos pasos más hasta alcanzar una buena sombra. La madre tendió un mantel a cuadros blancos y azules y dispusimos las canastas en el centro.

Comenzamos a platicar y yo les pregunté cuánto tiempo llevaban viviendo en el cielo. No pudieron responderme, pues me explicaron que el tiempo es sólo un concepto terrestre creado a partir de la rotación de los planetas con respecto al sol. En este paraíso no había tal concepto, por lo que el tiempo no existía. Esta revelación me costó trabajo poderla asimilar, pero pensé que poco a poco la entendería; no sabía si pronto o rápido, pues los seres humanos estamos tan acostumbrados a estar sometidos bajo el influjo del tiempo que gran parte de nuestro lenguaje hace referencia a él. Palabras como ahora, antes, luego, entonces, después, hoy, al final, mañana, ayer, y muchas otras conforman parte del habla cotidiana. Tal vez, antes de que me diera cuenta, en el cielo estaría hablando de una forma completamente diferente a la que solía utilizar.
 
No supe, naturalmente, cuánto tiempo pasó desde que comenzamos a platicar, pero fue el suficiente como para que la fermentación provocada por la digestión de las frutas que comimos comenzara a hacerse sentir en mi estómago. Me puse de pie y me disculpé para ir al excusado.

Entré de vuelta a la casa y me dirigí al baño que ellos me dijeron que podía usar. Una puertecita blanca y delgada frente al salón de estar me indicó que era el lugar que buscaba. Cerré la puertecita a mi espalda y vi un retrete blanco muy limpio y, después de hacer lo que debía, jalé la palanca. Justo en ese instante, otra pregunta me pegó en la frente: si aquí es el cielo, ¿a dónde irán las aguas residuales? Es más, pensándolo todavía más, ¿cómo harían las personas de aquí para obtener sus vestimentas y sus casas? ¿Aparecerían de la nada solamente con invocar el  nombre de Yavé? ¿Cuándo vería a Yavé? ¿Lo podría ver cara a cara? Después de todo, Yavé no tiene cuerpo, ¿o sí? Me sucedió exactamente lo mismo que me pasaba cuando estaba vivo en la tierra, todas mis reflexiones me llegaban en el sanitario.

De repente, esas dudas dieron a luz a una sensación de ansiedad que cedió a algo parecido al miedo. – ¡Qué extrañas emociones en un lugar como éste! – pensé. No quise que estos sentimientos me nublaran la perspectiva del lugar y decidí salir nuevamente con la familia, hacerle las preguntas, y escuchar lo qué me responderían.

Cuando llegué con ellos, los niños se divertían volando un papalote. Ambos corrían por la extensión verde de césped podado y la cometa romboide se elevaba muy alto. El niño era quien sostenía el sedal y la niña gozaba viendo como el papalote  zigzagueaba en el aire.

Ya en confianza, le hice algunas preguntas de las que se me ocurrieron en el baño, pero los padres no me respondieron nada en concreto. Es más, desviaban la conversación a cosas más generales acerca de las posibles actividades que se podían hacer en el cielo. Cuando noté la incomodidad que les provocaban mis preguntas, decidí que no las haría más. Les agradecí por todo y me despedí. Si ellos no me darían las respuestas que buscaba, las encontraría por mí mismo.

Antes de alejarme de la familia asiática me ofrecieron su casa para que descansara cuanto quisiera. Me explicaron que no había noche en el cielo, por eso no me dijeron que podía pasar la noche, sólo me dijeron "descansar". Les di las gracias, pero les dije que quería conocer más el lugar y que me encantaría ver a alguien conocido. Ellos insistieron.

Cuando volví a negarme para quedarme, el marido se puso de pie y se acercó a mí con algo de impaciencia. Me dijo que le gustaría que yo pasara más tiempo con ellos, que tratarían de explicarme todas las cosas en su debido momento. Mi paciencia comenzó a disminuir. – Me encantaría estar más rato con ustedes, pero siempre he sido muy curioso y quiero conocer lo mejor posible el lugar. Extraño a mis padres y a mis abuelos; estoy seguro que deben estar en este sitio. Siempre fueron buenas personas y, también fueron atestiguantes de Yavé mucho antes de que yo decidiera serlo. – Le expliqué lo más cordialmente que pude.

El esposo asiático se volvió hacia su esposa y le indicó que se acercara. Al parecer, iban a seguir insistiendo en que no me fuera. Llegó la mujer con una amplia sonrisa, la cual ahora le notaba fingida, y mencionó más razones estúpidas por las que debía quedarme. Por ejemplo, me dijo que tenía dentro de su casa unos entretenidos juegos de mesa, unas recetas de cocina magníficas que con gusto las pondría en práctica para disfrutarlas, me dijo que a los niños les gustaría mucho jugar conmigo, etc. Me negué a cada una de ellas y comencé a desesperarme. No iba a permitir que esos argumentos me detuvieran ahí. Cada vez que mencionaban algo para intentar convencerme de que me quedara, hacían que me dieran más ganas de irme. Mi desesperación iba en aumento.

El esposo, al ver que no daba mi brazo a torcer, me dijo que unas personas importantes iban a llegar para conocerme y darme la bienvenida al cielo. Les pregunté quiénes eran y se voltearon a ver la cara mutuamente en un modo sospechoso. – Los primeros atestiguantes de Yavé, algunos de los 144 mil elegidos. – Respondió el marido. Tal manera de contestar sólo me hizo volverme más perspicaz al respecto y no pensé otra cosa más que irme de allí.

Volví a dar las gracias y me comencé a alejar hacia la puerta frontal de la casa caminando hacia atrás, sin darles la espalda. El marido me sujetó del hombro extendiendo su brazo y, justo ahí, no aguanté más.

Me zafé con fuerza la mano del asiático que me sostenía. Di media vuelta. Abrí la puerta, que no tenía la cerradura puesta, afortunadamente, y salí corriendo sin rumbo fijo. Así, sin detenerme ni un instante, mantuve el paso a través del inmenso jardín celestial de hermoso pasto casi interminable.

Fue imposible calcular el tiempo que pasé corriendo, sólo puedo asegurar que fue bastante. Pasé colinas, praderas, valles y vados sin darme cuenta de la belleza del lugar. Nada más quería encontrarme a alguien conocido pero no veía a una sola persona por ahí. Ni vi ninguna otra casa habitada ni nada más que indicara la presencia de otros seres humanos.

Corrí hasta que creí sentir dolor en mis pies. Digo “creí” porque no estaba seguro de que fuera dolor, cansancio, o sólo la idea de saber que, debido a que había corrido mucho, tenía que aminorar el paso.

Llegué hasta un lugar que rompía con todo el contexto que había visto hasta ahora. Había un abrupto precipicio más delante de mí. Como a dos kilómetros más, el terreno se detenía de repente y me apresuré para ver qué había debajo. Cuando llegué al precipicio, me llevé una increíble sorpresa.

Abajo, se extendía un inconmensurable pozo árido. Era como otra extensión del cielo que conocía, pero sin césped, árboles o plantas florales; tampoco vi ningún animal moviéndose por ahí, aunque sí vi seres vivos activos. El suelo no estaba tan profundo del borde como pensé antes de acercarme a verlo. Vi una gran construcción parecida a una fábrica de la Tierra.

Como pude, descendí hasta el fondo. Conforme me fui acercando a la construcción, me percaté de que mi percepción estaba en lo cierto. Era, efectivamente, una inmensa fábrica con chimeneas, maquinaria pesada y todo. Entré por una de las puertas y el aire respirable era tan pesado comparado con el que había estado respirando hasta entonces.

Frente a mí, se presentaba una escena muy conocida cuando tenía vida mundana. Había cientos de personas trabajando en diferentes cosas. Todos tenían el mismo uniforme de color café: unos pantalones de tela simple y una camisa de manga corta – para soportar el calor de lugar, supongo –. Unos hacían telas de diferentes tipos, otros hacían mosaicos y cerámica con diferentes formas, otros hacían múltiples accesorios de plástico y metal. No pude distinguir qué más hacían las personas, en parte porque no alcanzaba a ver y, por otro lado, una voz autoritaria hizo que me agazapara para esconderme.

Para mi sorpresa vi cómo la voz salía de un señor con un traje muy lujoso de color azul marino con botones plateados. Éste les daba indicaciones directas con una voz de mando tan impresionante que todo mundo lo obedecía sin chistar. Sin saber qué pasaba exactamente decidí salir en ese instante de ahí.

Huí de la fábrica en cuanto vi que desapareció el señor de la voz mandona. Salí por el mismo lugar que por donde entré sin que nadie me viera. Y me alejé corriendo nuevamente sin dirección alguna.

En mi mente había más preguntas que respuestas, pero por más que corría no veía a nadie que me pudiera ayudar.

¿Y si no estaba muerto y sólo era una pesadilla? Ya había durado mucho. ¿Y si no era el cielo, sino simplemente otra dimensión? No podría saberlo. Seguí corriendo y sólo me detenía cuando veía algún lago o riachuelo de donde pudiera beber agua. Traté por mucho, mucho tiempo de volver a encontrar la casa de la familia asiática pero no la vi por ningún lado. De repente, me quedé dormido sobre el césped sin saber en qué momento sucedió.

Cuando abrí los ojos, vi un entorno idéntico al que veía en vida en las revistas llamadas “Torre Fuerte”. Después de todo, esas ilustraciones del paraíso fueron las que me atrajeron al atestiguayavenismo.