lunes, 13 de octubre de 2014

Deseos a tu Deseo

Iago podía sentir cada caricia en su piel de las decenas de usuarios; sus besos, sus golpes, el dolor, absolutamente todo.
Aunque Iago Lorencez intuía que algo no tan bueno podría suceder desde que decidió acceder a los servicios de la empresa, no le importó realmente. Deseaba sentir, experimentar al máximo cualquier emoción; tal vez, sufrir.
Antes de eso, veintiocho días antes para ser exactos, Iago yacía sobre su cama de sabanas grises y mugrosas. Tenía 17 años y vivía con su madre y padre a los que no dejaba entrar a su habitación por nada del mundo. Estaba cortando la piel blanca de sus brazos con trazos perpendiculares a las muñecas de sus manos. Eran siempre heridas superfluas, pero eso no impedía que la sangre brotara en pequeñas gotas continuas que cubrían aparatosamente sus brazos. ¿Por qué lo hacía? Iago Lorencez sólo sabía que eso le hacía sentir placer. No un placer consciente, pero le provocaba emociones, sentimientos que eran como bálsamo para la apatía que abarcaban casi todo su contexto. Dejó que la sangre se secara y, mientras su piel regeneraba los pequeños cortes de la navaja de afeitar que usó, se quedó dormido, tal vez por falta de planes ese día, tal vez por falta de energía, tal vez por el escaso alimento que comía, tal vez por cansancio o por todo junto.
Durante sueños, el chico tuvo numerosas escenas oníricas de tinte erótico. A Iago no le agradaban este tipo de experiencias sexuales inconscientes, no por el hecho de verlas y sentirlas con los ojos cerrados -eso sí le gustaba- sino por el fastidio de tener que limpiar su ropa interior antes de depositarla en el cesto de la ropa sucia. Le molestaba un poco el hecho de que alguno de sus padres pudiera darse cuenta del tipo de sueños que tenía, no tanto por pudor como por el simple hecho de que su familia supiera algo personal de él. Hacía muchos años que vivía como ermitaño en su propio hogar, y, como tal, le provocaba un malestar tremendo compartir cualquier aspecto de su vida personal con alguien de su familia.
Al otro día despertó muy tarde. Había apenas terminado el primer semestre de universidad y estaba de vacaciones. Su madre lo despertó con golpes fuertes en la puerta.
_ "¡Iago, baja a comer! Ya están fríos los panqués con miel de tu almuerzo". _ Dijo la mamá y se retiró a su oficina como asistente particular de una firma muy poderosa en su ciudad. El padre, un hombre adicto al trabajo y a los juegos de azar, ya había partido a su empleo de tiempo completo, para después gastar más de la mitad de su sueldo en las mesas del casino.
Horas más tarde, después de bañarse, lavar un poco sus calzones de los residuos producidos durante el sueño y de limpiarse la sangre seca de sus brazos, Iago bajó a la cocina y apenas dio tres bocados a su comida. Salió de casa y se fue a vagar por ahí sin rumbo fijo, solo. Era una tarde de finales de noviembre de 2028. Iago era el menor de una familia de tres hijos, algo sumamente poco usual en la sociedad de entonces. Había muy pocos matrimonios heterosexuales y raramente conformaban familias. Quienes lo hacían, no pasaban de uno o dos hijos. El caso de Iago era remarcable. Fue un vástago no deseado, evidentemente, pero así eran la mayoría de los segundos hijos, ni hablar de los terceros.
Debido a lo anterior, la vida de Iago fue marcada desde pequeño como un ser humano que llegó para ocasionar problemas y nada más que molestias en una familia por demás numerosa, con roles ya bien establecidos. Los dos hermanos mayores del chico, Paulo y Melva, hacía tiempo que se habían emancipado de sus padres. Paulo ya vivía en una ciudad a ocho horas de distancia cuando Iago nació, y Melva se fue a trabajar como reportera a otro continente al tercer aniversario de su hermano menor. Como era de esperarse, los padres ya estaban grandes y fastidiados para la formación de un nuevo miembro que nadie esperaba. Paulo, quien trabajaba en otra ciudad, visitaba de vez en vez a su familia por períodos cortos de tiempo, los suficientes como para molestar a su hermano menor en cada oportunidad que tenía. Siempre se metía en donde no lo llamaban y le provocaba mucha gracia espiar a su hermano y hacerlo sentir mal por cualquier nimiedad, por absurda que fuera. Iago, por consiguiente lo odiaba. A Melva casi no la recordaba, pero como hacía mucho que se había ido de casa, ni siquiera la echaba de menos. Era como si fuera el hijo único de un matrimonio grande y sin ganas de cuidar de un hijo que llegó a sus vidas por un descuido.
"Viva sus deseos sexuales al momento, gratis y discretamente en: Deseos a tu Deseo". Era la publicidad de un cartel pegado en una barda de la calle que incluía una dirección y nada más. Iago la vio y le pareció algo de mal gusto así que, sin hacer ningún gesto, pasó de largo. ¡Vaya publicidad!
Llegó a un parque donde estuvo sentado sin hacer nada más que menearse sutilmente sobre un columpio solitario en esa tarde cálida otoñal. Sin querer, Iago Lorencez viajaba con pensamientos aleatorios hacia las palabras escritas en el cartel de "Deseos a tu Deseo" mientras algunas canciones sonaban del reproductor de su celular hasta los minúsculos audífonos inalámbricos en las orejas del muchacho.
Además de provocarse placer con el dolor de los cortes dérmicos, otra actividad que despabilaba el letargo de la apatía generalizada de Iago era la autoestimulación sexual. Durante esos momentos de intimidad solitaria, Iago veía imágenes explícitas en su computadora portátil y se imaginaba él mismo formando parte de las escenas. Le excitaba sobre todo las que incluían roles sadomasoquistas entre jóvenes del mismo sexo, ya fueran entre hombres o entre mujeres, pero jamás un acto heterosexual. Iago no hacía distinciones de género, y esto, durante algún tiempo, le hacía sentir vergüenza, hasta que se acostumbró y lo aceptó, pero sumergiéndose en un aislamiento absoluto.
"Viva sus deseos sexuales... gratis". Oía una y otra vez en su cabeza, y estas palabras, que en un principio le parecieron profanas por estar ahí expuestas a cualquiera que pasara y las viera, le resultaban ahora seductoras, atractivas. Tomó su celular e ingresó a la internet para buscar información de la empresa. Solamente encontró una página con fondo negro, el mismo texto con letras amarillas que ya había leído en el póster y una lista de direcciones en diferentes ciudades del mundo. Cada dirección era, al parecer, una sede de la empresa que prometía satisfacer los deseos sexuales gratuitamente. Iago pensó que, lo más probable, las primeras dos o tres veces serían gratis, y ya después cobrarían por el servicio de la misma forma que funcionaban las aplicaciones que descargaba para su dispositivo móvil. No podía ser de otra manera.
Pasaron las horas y Iago no hacía otra cosa que pensar en el anuncio, escuchar música y mecerse en el columpio del parque. El sol empezó a ocultarse. Decidió regresar a casa y buscó con ojos ávidos durante todo el trayecto el póster que le había llamado la atención. Después de unos minutos lo encontró y anotó la dirección sin pensar mucho al respecto de la moral involucrada. Llegó a su habitación arrojándose directo sobre la cama. Durante la noche tuvo sueños de lo que podría hacer si la publicidad fuera real. Cuando despertara lo averiguaría. Tuvo la colcha del cielo nocturno para decidirlo.
Sin embargo, antes de dormir tuvo un estado de alteración en sus emociones, algo frecuente desde que alcanzó la pubertad y las hormonas empezaron a despertar sus instintos sexuales, un estado fluctuante entre excitación, ansiedad y una depresión provocada por un sentimiento de soledad tangible. Transcurrieron dos horas y trece minutos para que Iago alcanzara el sueño. En ese tiempo, lo único que hacía era permanecer acostado de lado mientras su cuerpo se estremecía en pequeñas convulsiones provocadas por un sollozo silencioso para que nadie lo oyera. Se cubría el rostro con la almohada cada vez que sentía la necesidad de llorar más fuerte ante la sensación de ahogo. Se durmió cuando su alma se cansó de tanto llanto por no tener lo que deseaba, por no contar con nadie que se preocupara de verdad por él, que lo escuchara, que lo abrazara de vez en cuando, por no haber dado nunca un primer beso, por no haber recibido nunca la dosis de amor que una persona como él necesitaba.
Al amanecer, Iago estaba solo en casa. Despertó sintiéndose menos apesadumbrado. Sus padres ya se  habían ido a sus labores. Su madre, como de costumbre, tocó la puerta de su habitación para avisarle que le había dejado algo de desayunar y, como de costumbre, se había ido sin esperar respuesta de su hijo. 
Después de pensarlo toda la mañana, Iago salió sin almorzar nada a la dirección que había apuntado. Al acercarse al lugar, vio un edificio grande, viejo y sin ningún cartel. No fue sino hasta que estuvo frente a una puerta de metal que vio pintado con letras pequeñas el anuncio que decía: "Deseos a tu Deseo". Llamó al timbre que había sobre la misma puerta y ésta se abrió de improviso. ¿Qué habría dentro? ¿A quién vería? ¿Y si alguien lo reconocía? No tenía amigos del colegio, pero eso no impedía que sintiera oleadas de una ligera vergüenza.
Iago, impulsado por la expectación y la lujuria, entró en lo que era un cuarto redondo y pobremente iluminado. Se detuvo en seco a observarlo todo. A ambos lados de la puerta, pegadas a la pared, había algunas sillas como las de una sala de espera. Frente a él vio cuatro puertas y un monitor empotrado en la pared a la derecha de cada una. No había nadie en la habitación. Respiró aliviado. Se acercó a una de las puertas con pasos suaves a la última del extremo derecho. No quería hacer el menor ruido. Todo estaba tan silencioso en ese lugar. Trató de girar la perilla pero estaba atrancada. Se fijó que sobre la pantalla a su derecha decía: Inicio. Tocó ligeramente con su dedo la palabra, y se encendió todo el monitor, dándole la bienvenida a la Empresa "Deseos a tu Deseo".
Los próximos minutos Iago los pasó tecleando algunos datos como su edad, nombre, sexo y demás información personal bajo la premisa de ser manejada con suma discreción. Al finalizar, apareció un número de cuatro cifras que se imprimió en un papelito salido de una pequeña ranura debajo del monitor. Se escuchó un click en la puerta que indicaba que ya había sido abierta. Sobre la pantalla apareció como última instrucción que debía dirigirse al cuarto numero 417 e ingresar ahí el código que se le asignó.
El chico entró y vio un pasillo largo con numerosas puertas rojas a los lados. Cada una con un número blanco grabado que iniciaba con el 401. Iago Lorencez caminó con expectación y nervios hasta el 417 y vio un teclado de metal sobre la puerta que decía que ingresara el código, así que miró el papelito nuevamente y tecleó la cifra. El pensamiento de dar media vuelta y salir corriendo pasó volando en su cabeza. Se abrió la puerta y Iago se introdujo en la oscuridad.
De repente, una luz amarillenta iluminó un cuartito pequeño de unos dos metros cuadrados. Había una mesa con cajones, un nicho en una pared del tamaño de una persona y a un lado otro monitor. Se encendió y apareció un texto que recibía a Iago para brindarle un placer sin igual. El chico leyó con avidez las primeras instrucciones del usuario y, como todo le pareció seguro, siguió avanzando con el reglamento sin leer detenidamente el resto de la información. Sin embargo, cuando comenzó a llenar un formulario donde especificaba sus gustos en cuanto al tipo de persona que prefería llegó a una parte donde se hacía una extraña petición. A un lado de la pantalla había un hueco. El usuario debía introducir ahí su brazo hasta el codo y una máquina debía extraer algo de sangre con el propósito de decodificar el ADN para así ofrecer un servicio más personalizado. Iago, quien estaba acostumbrado a la sangre, aunque con cierta incertidumbre, casi no dudó en hacerlo.
Sintió una presión alrededor de su brazo y supuso que era para hacer saltar las venas; después, un piquete casi imperceptible. El chico notó un pequeño mareo momentáneo cuando la presión se detuvo y pudo sacar su brazo. Apenas si se veía la pequeñísima incisión en una de las venas de su muñeca.
Iago se dispuso a terminar de describir sus gustos. La empresa ofrecía un maniquí fabricado en gel de balística con sensación a piel y carne humanas hecho a la medida de las necesidades, para que el usuario pudiera hacer con él lo que quisiera durante una hora desde el momento de entrar a la habitación del deseo. Cuando llegó la ocasión de definir el género sexual del muñeco de placer, Iago Lorencez, después de pensar un momento, decidió que fuera hermafrodita. Le pareció una idea fabulosa contar con una "persona" que fuera a la vez hombre y mujer. Una vez elegido el modelo, se le asignaba un código de localización rápida para futuras visitas. El usuario podía acceder al servicio de la empresa gratuitamente una vez cada cuarenta y ocho horas y siempre se le proporcionaría el mismo maniquí seleccionado la primera vez, así que se debía pensar muy bien en la elección del modelo. Iago eligió un rostro muy andrógino de los cientos de opciones definidas que ofrecía el servicio.
Ese primer día, como tardó tiempo para decidirse por lo que quería, sólo quedaban cinco minutos de la hora permitida. Iago sintió su corazón latir de prisa cuando, al terminar y presionar el botón de enviar, del nicho en la pared se abrió una puerta superior y cayó su muñeco hecho conforme a sus indicaciones. Apenas si podía creer lo que veía cuando del suelo del nicho se abrió un hueco y el maniquí cayó por ahí. Se apagó la luz del cuarto y se abrió la puerta. Su tiempo había terminado.
Una vez en casa, Iago no podía asimilar lo que había sucedido. No dejaba de pensar en la empresa y las ganas de volver ahí lo consumían. Pasaron las cuarenta y ocho horas lentísimas pero, al final, el chico ya estaba de nuevo con su brazo dentro del orificio del cuarto de placer, dejándose extraer nuevamente sangre, se debía hacer esto cada vez que se accediera al servicio. Esta vez a Iago le sobraban cuarenta y cinco minutos una vez que ingresó su código y apareció de nuevo el modelo hermafrodita con rostro andrógino que había elegido.
Había fantaseado tanto en su casa con este momento. Durante esos dos días sólo salía de su cuarto para comer un poco y seguir soñando despierto con todas las posibilidades. Por primera vez en su vida Iago tenía brillo en su mirada.
Iago acercó su mano lentamente para acariciar el pecho del maniquí, estaba completamente desnudo y al chico le pareció cómico y a la vez excitante ver un poco de vello púbico sobre los genitales tanto masculinos como femeninos del muñeco. Su cara era exquisitamente detallada hasta en la simulación de poros dérmicos. Sus ojos eran de un azul intenso muy oscuro. La manera en la que estaban hechos provocaban varias percepciones: la primera era la sensación de que estaban vivos. Parecía que el maniquí podía ver y que en cualquier momento iba a hablar, como si a través de su mirada plástica pudiera dejar ver un alma humana existente dentro de su figura perfectamente esculpida. La segunda era un vacío absoluto que se expandía detrás de los ojos zarcos y frívolos de su rostro de goma. Sensaciones mixtas que excitaban al muchacho.
Durante cuarenta y cinco minutos Iago disfrutó como nunca el sentir con sus manos un cuerpo muy real sin reservas ni reproches. Acarició y besó lentamente cada espacio, cada pliegue. Después, las caricias y besos en los labios, en el cuello, en los brazos, ingles y genitales pasaron a ser pellizcos, golpecitos y mordidas. Apenas estaba pensando en bajarse él mismo los pantalones y hacer un uso más completo del servicio cuando sonó una alarma indicando que el tiempo había terminado. Iago Lorencez se vio rápidamente envuelto en un deseo creciente y desesperado por la siguiente visita.
Iago regresó a su casa y, por prinera vez en muchos años, estuvo a punto de saludar a su mamá, pero lo evitó. No quería que su madre se enterara de algo. No quería que incluso pensara que podía, de repente, establecer una posible relación entre ellos que nunca existió y que ni siquiera le interesaba que existiera.
Se encerró en su habitación para hacerse cortes en su piel nuevamente. Se quitó toda la ropa y se posó así frente a su espejo. Se contempló un tiempo, viendo en sí mismo las cicatrices anteriores y tratando de recordar lo que pasaba por su mente mientras se las hacía. No había escenas que le llegaran, solo emociones. Cada corte le mitigaba un dolor del corazón y le provocaba dicha. Era como si cada gota de sangre sacara la frustración y la infelicidad que no podían sacar las lágrimas. Esta vez  Iago Lorencez hizo heridas en sus piernas, muy cerca de sus ingles. Eso le provocó mucha excitación y, así, con la sangre cálida que salía de su piel, empapando el área de la entrepierna con su humedad lubricante, Iago puso término al ímpetu que tuvo que interrumpir al acabar la hora con su maniquí. Disfrutó increíblemente en una explosión de éxtasis y se recostó sin limpiarse. Era tanto su placer que no le importó manchar las sábanas de su cama. Esa noche se quedó profundamente dormido muy rápido y no tuvo sueño alguno.
Amaneció. El sol brillaba fuerte, pero no como para calentar aún la fresca mañana.
Iago amaneció con hambre, por supuesto, pero antes de entrar a la cocina quitó la ropa de cama manchada por sus fluidos corporales y la metió a la máquina de lavado y secado. Estuvo lista en diez minutos, y la colocó de nuevo en su habitación. No la tendió porque oyó que alguien entraba en su casa, así que bajó a ver de quién se trataba. No creía que fuera alguno de sus padres, a menos de que algo muy malo hubiera pasado. Escuchó unos pasos, que no conocía, dirigirse a la cocina y calentar un plato de comida en el horno de microondas. En ese momento, Iago bajó con sigilo.
-"Ey, tú. ¿Cómo estás, hermanito?".- Era Paulo el que saludaba mientras comía el almuerzo que su madre había dejado listo para el único hijo que vivía en casa. -"¡Vaya! ¡Sí que has crecido desde la última vez que te vi! Oh, supongo que estos panqués eran tuyos. Lo siento, hay más en el refrigerador. Saca unos para ti y caliéntalos".- Dijo con una sonrisa.
Iago no sabía qué hacía ahí; de pronto se le ocurrió que lo habían corrido de su trabajo. Sus padres, sin embargo, se alegrarían mucho de ver a su primogénito en casa. Sintió celos.
Paulo notó la cara de incomodidad de su hermano, por lo que lo tranquilizó explicándole que estaría ahí muy poco tiempo, sólo lo necesario para tratar asuntos de su trabajo.
- "Y dime, Iaguito, ¿sigues cortándote con navajas?" - Sonrió Paulo con una carcajadita burlona. - "La última vez que hablé con mamá dijo que todavía encontraba manchas de sangre en tu ropa. Ella piensa que eres tan patético que te golpean en el colegio". - Espetó el hermano mayor con sarcasmo porque le gustaba incomodar a Iago. - "Pero yo sé que tú eres el que te cortas. ¡Más patético aún! Desde niño te gustaba jugar en lugares peligrosos. Cada vez que tenías un accidente, te caías o te golpeabas, y sangrabas, en vez de llorar, lo disfrutabas. Yo nada más veía tu mirada destellante viendo brotar la sangre de tus rodillas. No me sorprendió nada la primera vez que te descubrí en el baño, sangrando y con la navaja de afeitar de papá. Ahí supe que serías un pusilánime." -
Iago no sabía exactamente lo que significaba aquella palabra, pero desde que su hermano Paulo se la dijo por primera vez sintió que era la ofensa más grande del mundo, y notó que el estómago se le revolvía de coraje. Eso mismo sintió justo en el instante que oyó de nuevo la palabra pusilánime salir de labios de Paulo. Iago se le arrojó con toda su furia para golpearlo pero Paulo, mucho más alto y fuerte que él, se lo impidió de un sólo movimiento y Iago cayó al piso, lleno de rencor.
- "Ya, ya, hermanito. Es una broma. No es para tanto." - Volvió a decir Paulo con un pequeño jadeo por la agitación, pero conservando su sonrisita burlona. - "Mejor me voy y regreso más noche. ¡Ah! Y a ver si me acompañas a la reunión de los uraquinos. Sirve que aprendes algo de provecho en vez de desperdiciar tu tiempo con navajitas". -
Los uraquinos eran una sociedad de la religión de moda de entonces. Era una especie de cristianismo modernizado donde la idea de pecado y penitencia había sido grandemente modificada. Se basaba en la creencia de un dios omnipotente y creador de múltiples universos con bastantes planetas habitados por seres humanoides, con el propósito de que todos llegaran al conocimiento absoluto, el autoconocimiento, el conocimiento de la divinidad y el conocimiento de los habitantes de los planetas vecinos. Iago pensaba que era una churrada creada por el sincretismo que había dejado la posmodernidad de las décadas pasadas.
Iago le dijo a su hermano que estaría ocupado y que jamás iría con los estúpidos uraquinos. Mientras abría el refrigerador, Paulo le dijo:
- "Iago, yo sé por qué no te gusta la iglesia de uraquia. Es por tu adicción a la autoestimulación sexual. Si tuvieras una pareja no tendrías necesidad de esa práctica tan egoísta y primitiva. Solo alguien tan patético y pusilánime como tú no puede conseguir a nadie para hacer lo naturalmente permitido a la humanidad". - Y una vez pronunciado este discurso, Paulo salió de inmediato de casa riéndose a carcajadas y dejando a Iago solo, en la cocina, bufando del coraje.
De toda su familia Paulo era el único que pertenecía al movimiento uraquino. Sólo una vez Iago acompañó a su hermano a una de sus reuniones cuando estaba de visita en la casa. Ahí, aunque no tenía más de once años, a Iago le pareció erróneo que la iglesia juzgara de antinatural la satisfacción erótica en solitario, una actividad que había descubierto hacía poco y que le gustaba lo bastante como para dejarla de hacer sólo porque alguien de los uraquinos lo decía. Según ellos, además de llevar una alimentación exclusivamente libre de productos de origen animal, y de practicar la meditación diaria por dos horas, cualquier conducta sexual era algo exclusivamente entre parejas y nunca individualmente. Obviamente a Iago, quien estaba acostumbrado a hacer lo que le daba en gana, cuando y como quería, nada de eso le pareció atractivo y nunca más quiso saber nada de la filosofía uraquina.
Pasó en su habitación el resto del día jugando videojuegos mientras pensaba en la dicha de sus padres cuando vieran a Paulo esa noche. Sólo deseaba que se volviera a ir pronto. Su hermano era aún más pesado que soportar a sus padres, después de todo, ellos casi ni le prestaban atención y eso le permitía llevar su vida solitaria como le gustaba.
Esa noche, desde su cuarto Iago oyó que llegó su madre, luego Paulo y los saludos emotivos que le siguieron. Finalmente, llego el padre. Saludos y charla nuevamente. Iago tenía hambre, pero prefirió acostarse en su cama sin cenar que presenciar la escena cursi de la familia feliz. Cerró sus ojos y decidió dormirse pensando en su encuentro otra vez con su maniquí particular.
Cuando despertó,  al otro día, ya no estaba su hermano. Se sintió relajado, listo para otro deseo que cumplir en la empresa de sus sueños.
Fue a su tercera visita. En esta ocasión perdió su virginidad. Fue un momento memorable para él. El placer que experimentó superaba en mucho sus expectativas.
Primero, como de costumbre al llegar a su cuarto del placer, Iago introdujo su brazo al receptáculo donde se extraía la sangre. El pinchazo fue, en esta ocasión, más doloroso. Debía ser el minúsculo callo que se estaba formando en la piel sobre su vena por las veces que la aguja entraba. Al endurecerse el punto de extracción sanguínea, hacía que se batallara más para que la aguja alcanzara la vena.
Sin embargo, después de la ligera mueca por la presión en el brazo, el chico disfrutó el instante en que la sangre salía. En menos de un minuto, ya estaba cayendo el maniquí hermafrodita de Iago, con todo su cuerpo desnudo, con esa mirada fría y complaciente, con la pequeña sonrisa en su rostro sintético, con todos los atributos que hacían que Iago sintiera una corriente eléctrica recorrer su cuerpo, desde la cabeza hasta detenerse, entumiéndose, en su entrepierna.
El chico no esperó a que dejara de salir la gota de sangre constante de la minúscula herida de su brazo. Se abalanzó, motivado por toda la excitación, a besar los labios del muñeco. Aunque la piel del monigote no era tibia como la de una persona viva, la textura de la boca era increíblemente real. Los dos seres, el humano y el sintético, se fundieron en uno, disfrutando de la suavidad de un beso tan verdadero como el corazón del muchacho era capaz de fingir.
Iago se quitó su ropa. Entonces, los dos quedaron iguales, sólo que uno se podía mover y el otro no, pero permitía ser manejado al antojo de su usuario. Pasaron unos minutos de más besos y caricias. A pesar de haber accesorios y juguetes sobre la mesita del cuarto, no fueron utilizados. El muchacho sobaba con avidez cada rincón del maniquí. El deseo creció exponencialmente hasta que Iago colocó el torso del muñeco sobre la mesa, boca abajo, con los pies colgando sobre el suelo. En ese momento, y sin pensarlo más, Iago embistió con todas sus fuerzas el cuerpo inerte de su acompañante, una y otra y otra vez. Sin saber las causas, mientras descargaba su virilidad, sentía una rabia y una tristeza al mismo tiempo viajando de su cara a su vientre, y después, un poco más abajo, hasta dejarlas salir en un estrépito de temblores pélvicos incontrolables, acompañadas de un chillido de placer y una piel erizada completamente. Ambos sentimientos terminaron depositados en el interior del maniquí, que seguía con su mirada fría y su pequeña sonrisa complaciente en su cara.
Sonó una alarma y se encendió la bombilla que indicaba que el tiempo estaba por concluir. Iago colocó a su maniquí en el nicho, y éste desapareció. Después se vistió, se secó un poco el sudor de la frente y abandonó la habitación del deseo.
Salió de la empresa dispuesto a ir a su casa, pero al doblar la esquina, vio a su hermano Paulo al otro lado de la calle. Iba solo. Iago se colocó detrás de uno de los anuncios luminosos que estaban en la parada del transporte público para no ser visto. Vio a Paulo cruzar la calle. Lo siguió con la mirada y, sin poder creerlo, vio cómo su hermano mayor entraba por la misma puerta por la que Iago había salido recientemente.
¿Qué hacía Paulo? ¿Utilizaba él también los servicios de la empresa "Deseos a tu Deseo"? No podía ser posible. Paulo era un uraquino. Su hermano siempre le decía que la satisfacción sexual tenía que ser en pareja. ¡Qué hipócrita había resultado! Si alguna vez Iago había sentido aunque fuera algo de respeto por Paulo, ahora le parecía más que despreciable. Pero si Paulo frecuentaba la empresa, eso significaba que Iago no podría ir con tanta libertad. No podía soportar la idea de que su hermano se enterara que él también iba y que hacía uso del mismo servicio. No podía permitir que sus padres supieran. No podía tolerar que se entrometieran en su vida. Y por nada del mundo podía darse el lujo de saberse vulnerable en un aspecto tan humano como el placer que esa empresa le brindaba.  Tenía que volverse más cuidadoso si quería seguir frecuentando sus placeres ocultos.
Se aisló más de su familia. No se dejaba ver por nadie. Temía que su mirada lo traicionara y que todos se dieran cuenta de que escondía algo. Todavía menos podía ver a Paulo y que éste le dijera alguno de sus sermones uraquinos acerca del sexo. Sentía que en el instante en que lo escuchara, no iba a resistir las ganar de gritarle a su hermano mayor que lo había visto entrar en la empresa. Eso sería dejarle en claro que él también era usuario asiduo.
A pesar de todo, no había momento en que no pensara en el cuarto del deseo y en su muñeco hermafrodita.
Volvió, sin embargo, con mucho cuidado para no ser visto, una cuarta, una quinta y una sexta ocasión a la empresa. En cada visita daba más rienda suelta a sus pasiones sexuales. Podía hacer lo que quisiera con su muñeco. Abría los cajones de la mesita del cuarto de placer y usaba con libertad y lascivia los látigos, esposas, corbatas, pelotas y múltiples juguetes sexuales que había ahí. En casa, sólo pensaba en diferentes cosas para hacer la próxima oportunidad.
Llegó el momento en el que Paulo tenía que volver a la ciudad donde vivía. Iago se las había arreglado para no tener que verlo y soportar los comentarios sarcásticos y los sermones uraquinos de su hermano hipócrita.
La mañana en la que oyó a Paulo despedirse de su mamá y papá se puso muy feliz. Con los padres en el trabajo y su hermano lejos, él ya no tendría que andarse cuidando las espaldas cada vez que visitara la empresa.
En la decimoquinta vez en el edificio de "Deseos a tu Deseo", Iago se veía mucho más flaco, pálido y ausente que de costumbre. Cuando introdujo el brazo para la extracción sanguínea usual sintió algo nuevo. Casi al finalizar la donación de sangre pudo sentir que algo se introducía bajo su piel. Sacó el brazo y notó algo, como una protuberancia minúscula, pero no supo qué era y no le dio mucha importancia. Salió su muñeco y Iago descargó su pasión sobre éste muy rápido. El resto de los minutos Iago Lorencez los mató dándole azotes sin ganas en las nalgas al maniquí.
Al pasar la hora, sonó la alarma y se encendió el monitor de la pared. Decía que esta era la última vez que podía acceder a los servicios de la empresa “Deseos a tu Deseo” y le daba las gracias. Al chico, esta noticia lo dejó muy sorprendido. No quería que terminara. Se había convertido en un adicto, pero por más que trató de presionar en diferentes lugares de la pantalla, no pasaba nada. No había ningún teléfono a donde pudiera llamar ni personal que lo pudiera atender. Se sintió desesperado cuando la luz se apagó, se abrió la puerta y tuvo que abandonar el recinto.
¿Qué? ¿Esto era todo? Si bien, en esa visita no había durado mucho su entusiasmo, pero tampoco significaba que ya estuviera harto. Tal vez el hecho de saberse con libertad de visitar a su muñeco sin tener que preocuparse porque lo viera su hermano le había disminuido la emoción. No estaba seguro de eso. No obstante, el saber que ya no podría utilizar los servicios sexuales a los que se había hecho adicto, lo sacudió fuerte. ¿Ahora qué haría? Después de probar el sadismo real con el que atacaba a su maniquí no encontraría la misma satisfacción con escenas eróticas en su computadora. Sentía que se había quedado, repentinamente, vacío.
Esa noche en casa, mientras trataba de dormir dando vueltas en su cama, Iago experimentó las primeras sensaciones en su piel. Lo que le habían colocado en el brazo era un chip pequeñísimo que había ido profundamente por su torrente sanguíneo hasta insertarse en su médula nerviosa. El propósito era hacer sentir al usuario todo lo que futuros beneficiarios de “Deseos a tu Deseo” hicieran a sus propios maniquís, siempre y cuando se eligiera un modelo basado en el ADN del usuario donante.
Esta ocasión, alguien más había elegido un modelo que llevaba características del ADN de Iago, y el chico podía experimentar en carne propia todo lo que se le hiciera a su homólogo de balística cada vez que se le seleccionara en un nuevo cuarto de placer a lo largo y ancho del planeta donde hubiera una sede de la empresa.
Iago podía sentir cada caricia en su piel de las decenas de usuarios; sus besos, sus golpes, el dolor, absolutamente todo.
A pesar de que nunca imaginó que detrás de ese negocio hubiera una cláusula semejante, el muchacho no se sentía agobiado. Las sensaciones que experimentaba con cada usuario nuevo, las ocurrencias de cada uno en tantas e innumerables posibilidades, tan diferentes y a tan variadas horas del día y de la noche, lo que bien podía ser una tortura, una terrible pesadilla infernal para muchos, Iago encontraba todo eso excitante.
De esa manera, Iago Lorencez encontró lo que le hacía falta en su vida. Sentir al máximo. Vivir sabiendo que había personas que encontraban en su cuerpo lo que necesitaban. Iago se sentía no sólo querido, sino deseado, útil. Aunque a veces sufría físicamente dolores agudos a causa de las laceraciones que los asistentes a la empresa le hacían al maniquí, el cual compartía información genética y sensorial con él,  Iago estaba contento. Disfrutaba finalmente el hecho de estar vivo. Se convenció a sí mismo que le bastaba y le sobraba con ser un maniquí a larga distancia en "Deseos a tu Deseo".


Fin. 

sábado, 30 de agosto de 2014

Rosa Etérea

Contemplaba inmutable y pacientemente aquella imagen por horas y horas. Había algo en aquel retrato que absorbía la mente de Esmeralda y expandía su psique, transportándola a un paraíso dentro de un contexto maniqueísta donde convergían todos sus conceptos, todo sus conocimientos, todo aquello que conformaba su vida.
     En ese estado de excitación anímica, Esmeralda podía sentirlo absolutamente todo: el aire, la sangre en sus venas, la división de sus células, el crecimiento de su cabello, sus pies sobre el suelo. Sin embargo, no se sentía atada a la Tierra. Se percibía compenetrada con su entorno, en un ambiente etéreo que componía el vacío. Esmeralda se encontraba, de ese modo, en todas partes, en cada cosa, en cada persona. Su alma levitaba y no existían barreras de ningún tipo para ella.
     Así, en tal contemplación absoluta, Esmeralda lo que más disfrutaba era el aroma de esa rosa mística que colgaba de la pared en su celda monástica y que ella observaba y observaba

sábado, 2 de agosto de 2014

El garabato del artista

Un artista quería un cuadro único, para él, pero, por más que hacía trazos, nada le satisfacía.

Una noche en la que hacía calor, y los rayos de la luna se colaban en la pequeña habitación, el artista, entre sueños sonámbulos, en un cuadro, sobre tela limpia hizo aparecer una imagen. Un garabato que, al día siguiente, cuando lo vio, no entendió cómo apareció, pero le fascinó. Mientras más lo veía más a gusto se sentía. Se veía a sí mismo reflejado en él sin comprender cómo ni por qué. Lo veía y lo contemplaba, así, día tras día hasta que lo aburrió. Supongo que se le hizo ordinario. 

Este artista tenía alma de aventurero. Era de un corazón vibrante que latía de sed por verlo todo. Mientras más conocía, más quería. Necesitaba verlo todo para elegir de entre todo lo que más le apetecía. Así que, a pesar de que ese garabato era lo único que le había proporcionado contentamiento y paz, después de un tiempo, como le sucede a este tipo de espíritus, quiso más.

Quiso, entonces, repintar el cuadro, pues ya no tenía telas, ni forma de hacerse de una nueva. Sobre el garabato dibujó plantas, flores, árboles, cascadas, cielos prístinos y multitudes de animales. Creó hermosos y complejos paisajes. Luego continuó con personas bellas y graciosas, primero desnudas y después con ropas multicolores, en diferentes posturas. Mientras dibujaba se divertía. Creía que conseguiría lo que su alma le pedía, pero finalmente  al pasar el tiempo, nada le complacía de manera duradera.

Cabizbajo, el artista tomó solvente. Lo vertió sobre su tela y un torrente de colores comenzó a deshacerse, deslizándose hacia abajo. Con un trapo talló la tela y, aunque no pudo volver a dejar el cuadro totalmente blanco, vio que había una cosa que a pesar del solvente y del tallado, se había quedado intacto. Era el garabato que primero le había encantado. Sin saberlo, sin explicárselo, el artista se volvió a deleitar con su garabato. Lo hizo feliz, más que antes, porque venció al tiempo, a las novedades, a los nuevos colores que llegaron para ocultarlo y porque resistió indeleble hasta que el artista descubriera nuevamente su valor. 

El garabato ahora, sobre su tela ajada y poco blanquecina, colgaba para deleite del artista, iluminado por la luz del sol y de la luna, tanto de día como de noche, para que cada vez que alguien lo viera supiera que eran el uno para el otro por el resto de sus días.

martes, 3 de junio de 2014

Remiendos de seda blanca

La muñeca era de trapo, tejida con hilos rojos y blancos. Los rojos eran por su pasión almacenada y los blancos por la pureza de su alma. Había sido tejida con intrincados nudos de mil maneras, para que aguantara por muchos años los tratos que los niños le dieran.

Un día no se resistió a ver qué había dentro de una caja solitaria. Al abrirla encontró, puro de un sólo color, un estambre azul que formaba una bola ordinaria. El estambre era simple y hasta un poco viejo y deshilachado, la muñeca de trapo sintió pena y quiso hacer algo por el desdichado. Decidió tejerlo en un muñeco parecido a ella, que fuera todo azul, tanto el cuerpo como la cabellera. Tanto le costó hacerlo que estambre le faltó, y con tal de darle vida, hilos suyos se arrancó. 

De lo que no se percataba mientras sus piernas le tejía era que al coserlo con sus hilos, ella misma al muñeco, con tejidos de su pecho se unía. Cuando hubo terminado, el muñeco azul en sus piernitas, tenía botas rojas y blancas que del cuerpo mismo de la muñeca procedían. Como era de esperarse, el muñeco azul se despertó. Estaba muy feliz al verse vivo y, con sus ojos y su boca de botón, le sonrió contento a la muñeca que lo tejió. Pero más tardó en deshacer la muñeca su sonrisa al ver que de repente el muñeco azul se levantó. Con un ímpetu desbordado, sin saberse unido con un hilo de sus pies a la creadora de su nueva vida, se echó a correr y saltó por la ventana para conocer qué había más allá y fuera de la caja, que era lo único que conocía.

Con su carita de angustia, la muñequita de trapo veía cómo poco a poco los nudos de mil maneras hechos en su pecho se deshacían. Se pescó fuerte de donde pudo mientras un hueco grande se formaba, y aunque las muñecas no respiran, ella, al deshilacharse el centro del que estaba hecha, a una asfixia sucumbía. Nudo tras nudo la muñeca se destejía. Jamás creyó que alguien a quien hilos rojos y blancos le hubo entregado podría hacerle tanto daño sin pensarlo.

A punto de partirse el pecho, al creerse un trapo más ahí dejado, la muñeca como pudo tomó unas tijeras y los hilos cortó de un solo tajo. Adolorida y casi deshecha, la muñeca lloró y lamentó su cruel destino. Esperó por días el regreso del muñeco azul con los hilos de su pecho que dejó vacío.

No supo cuánto tiempo pasó, pues las muñecas rotas no saben de calendarios, pero a pesar del hueco grande y abierto en el centro de su cuerpo se levantó con aire visionario. Si había podido hacer ella misma un muñeco, podría también remendar el daño que le había dejado. Sin embargo, por más que buscó, no encontró más hilos de ningún color, menos hilos rojos o hilos blancos. 

Con el paso del tiempo llegó una araña grande con las patas y la cabeza renegrida. Al ver a la muñeca rota se acercó a ésta decidida, y no pudo evitar ver la tristeza que la muñeca sentía. Supo entonces de inmediato, al ver en su pecho los nudos deshechos, lo que a la muñeca de trapo le dolía tanto. 

Sin estar muy segura de lo que hacia, la araña sintió compasión por la muñeca. Tanto afecto le provocó que la araña tuvo sentimientos que antes no sabía que tenía. Hizo la araña, de inmediato, un hilo largo con su seda gruesa y resistente. Y, aunque al principio la muñeca desconocía lo que la araña hacía, se sintió muy complacida al ver que su pecho, con el hilo de seda blanquísima, nuevamente se cosía. 

La muñeca, ahora restaurada completamente, sintió mucho amor por la araña, pues ésta, así como ella, de sí misma sacó una parte suya para darle vida a un ser que no vivía. Entonces, la muñeca y la araña fueron y vivieron dichosas y contentas todo un tiempo eterno, pues ninguna de ellas los calendarios conocían.

lunes, 21 de abril de 2014

ESTAMPA DE UN “SANTO” MODERNO

Otra vez llega Samuel a la oficina con su cappuccino de Estartbox gritando a los cuatro vientos, con su voz de micrófono integrado, el tiempo que tuvo que pasar en la cola “rápida” del puente para cruzar de Laredo, Texas a Nuevo Laredo, Tamaulipas, y llegar a tiempo al trabajo. ¡Y todo para conseguir su café!
_ “¡Pero si aquí tenemos cafetera, Samuel!” _ Le dice uno de los compañeros.
Samuel lo ve con cara de conmiseración y explica que su estómago sólo tolera el molido fino de tostado medio de Estartbox, cafetería que desafortunadamente sólo hay en Laredo, Texas, pero que vale la pena cruzar el puente todos los días para uno de los pocos placeres de su vida. Yo suspiro de resignación, tragándome el contaminado aire de su soberbia.
El resto de la mañana, Samuel se la pasa en su cubículo frente a su computadora, oyendo la música de uno de los grupos estadounidenses de rock cristiano de moda en el reproductor de su “ayFon 8B” a todo volumen. Canta las canciones él también.
En el momento en que se levanta para ir al baño va dejando a su paso unos separadores de libros con el mensaje: “Cristo te ama” sobre los escritorios de los compañeros. Llega al mío y coloca uno con una sonrisa en su cara. Tomo el separador y, a la vuelta, leo una invitación para un concierto magno de alabanza y adoración cuya entrada cuesta $200ºº pesos. _ “Es en el Gran Salón del Reino contiguo a la iglesia de San Juan. Va a ser una verdadera bendición” _ Me dice Samuel y prosigue su camino hacia el excusado.
Más tarde, durante el tiempo de la comida, Samuel se sienta a mi lado y saca su baguette vegetariano con aderezo italiano. Empieza a platicar que Dios lo había bendecido por ser uno de sus hijos favoritos porque en la mañana, al ir a Laredo, Texas, para comprar su café, el coche de enfrente cayó en un bache que le reventó la llanta. Gracias a eso, él pudo esquivar el agujero vial y salir ileso.
Tal comentario me hizo considerar si Samuel, muy en el fondo, creía que a la persona del automóvil del accidente le había sucedido eso porque se lo merecía o simplemente porque Dios no lo quería o, tal vez, porque el otro no era hijo de Dios como él.
Mantuve silencio y seguí escuchando a Samuel; ahora hablaba de Julia. Decía que era una zorra caliente que se metía con todos en la oficina, que él estaba rezando por ella para que Dios la tocara, pero que parecía tener una consciencia cauterizada y un corazón de piedra. Según él, Julia tenía dos semanas seduciéndolo, pero como él era un hombre de Dios no iba a ceder ante la tentación que se le presentaba en esa silueta femenina de voluptuosos senos.
Después continuó: _"Ay, y Augusto, ahora salió con sus ondas de la New Age. Fíjate que el pobre ahora anda diciéndole a todos que la acupuntura lo sanó de sus migrañas, ¡y la gente le cree! Yo le dije que cómo se atrevía a meterse con cosas que no entiende, que cómo podía confiar en esas tradiciones milenarias de Satanás, que era una manera de cegarlo y que dejara de lado la fe en Dios. Pero bueno, no se puede discutir con esa gente tan ignorante. Yo sólo seguiré orando por su alma. Ja, ja, ja, pobre, pero ya mejor me fui porque me estaba dando coraje todas las tonterías que decía de la acupuntura, como si eso fuera verdad. Ay, ¡Dios mío! Ya la gente no sabe ni qué inventar. No cabe duda de que el pueblo muere por falta de conocimiento"_
Nuevamente guardé silencio porque iniciar una conversación para hacerle ver a Samuel todas las incongruencias de su vida es un caso perdido. Ya lo hemos intentado muchos, muchas veces, y Samuel sólo se hace de oídos sordos y nos ve con su falsa cara engreída de lástima. 

Terminamos de comer y volvemos a la faena cotidiana de cada día.

Fin.

martes, 15 de abril de 2014

TESTIGO DEL SEÑOR

Bueno, después de todo el esfuerzo que hice para llegar a ser un buen atestiguante de Yavé, finalmente, morí. Abrí los ojos después del mortal proceso, el cual, por cierto, pasó imperceptible. Ni me di cuenta de cómo me estaba muriendo. Bien dicen que la vida se va en un abrir y cerrar de ojos; descubrí que así fue. Entonces cuando fui consciente otra vez, después del nuevo despertar, vi un entorno idéntico al que veía en vida en las revistas llamadas “Torre Fuerte”. Después de todo, esas ilustraciones del paraíso fueron las que me atrajeron al atestiguayavenismo.

Al ponerme de pie, noté que todo a mi alrededor era muy bello y pulcro. Estaba como en un inmenso jardín con el césped recién podado. Había algunos árboles frutales esparcidos aleatoriamente por el lugar. El clima era muy agradable y el aire cargaba consigo un aroma a flores. Me percaté de que traía ropa limpia: un pantalón color beige y una camisa blanca con los puños y el cuello almidonados. Mis pies, en cambio, no tenían zapatos, sólo un par de calcetines color crema. Sentía la fresca sensación de la hierba suave bajo mis plantas.

Alcé la vista porque percibí unas figuras que se movían en mi dirección. Eran cuatro personas delgadas y no muy altas, dos adultos y dos niños. Parecía, sin lugar a dudas, una familia: el padre, la madre, un hijo y una hija. Ya más de cerca distinguí que eran asiáticos, - ¿Chinos o, tal vez, coreanos? -  No lo supe, pero hablaban español. Me saludaron con una enorme sonrisa en su rostro amable de ojos rasgados y cabellos negros y lacios. Todos vestían muy formalmente, tal y como estaban las personas que aparecían en la revista.

Recuerdo que antes de unirme a la organización – evidentemente cuando estaba vivo – me preguntaba si en el cielo usaríamos ropa o si andaríamos por ahí corriendo felizmente desnudos con nuestros genitales disfrutando libremente y sin restricciones la frescura del viento. Pues bien, ahora sabía que sí había vestimenta que tapara nuestros secretos corporales. Los varones asiáticos que me recibieron tenían pantalones azules de vestir y camisas blancas con corbatas rojas. Las mujeres, llevaban vestidos de telas florales de una sola pieza con un elástico en la cintura para acentuar la figura, piezas simples, pero bonitas, cuyos bordes les llegaban debajo de las rodillas. No fue evidente que trajeran ropa interior, pero seguramente sí las tenían. Pensé que eran atuendos muy básicos y sin pretensiones, pero bueno, a fin de cuentas era el cielo y, tal vez, no existían las modas y los sentimientos mundanos que provocaban en los seres humanos mortales, como la vanidad, la baja autoestima, la soberbia y esas cosas.

Los adultos de piel amarilla, tersa y muy limpia me saludaron en mi propio idioma. No me sorprendió, pues consideré que todos en el cielo hablaríamos todas las lenguas humanas a fin de poder comunicarnos sin problemas. Traté de pensar algo en chino o en coreano para hablar con ellos, pero, por la premura de responder el saludo, hablé en español. Los niños me extendieron una canasta con frutas frescas variadas. Me invitaron a disfrutarlas en su casa. Parecían personas muy amables y, debido a que yo acababa de llegar al cielo y aún no me encontraba con mis seres queridos, acepté sabiendo que tendría una eternidad a mi disposición para hacer con ella lo que quisiera.

Caminamos hacia ¿el Este?, ¿el Sur? Me percaté en ese momento de que no había sol en el cielo. Es más, ni siquiera el firmamento era como en la tierra; no era azul, ni había nubes. Sólo había una brillante luz blanca. Supuse que la presencia de Yavé – el único dios en el que había decidido creer – iluminaba todo lo existente en este lugar, tal cual había aprendido en esta organización religiosa. Seguí caminando con mis nuevos amigos hasta que delante de nosotros, bajo unos frondosos robles con hojas muy claras, vi una casa de madera con grandes ventanales de vidrio transparentísimo. Había una puerta de madera oscura y cerraduras doradas. –  ¡Qué bonita casa! – Me dije, pero no pude evitar preguntarme para qué había ventanas y cerraduras en el cielo. Tal vez querían tener una vida lo más parecida a la que estaban acostumbrados en la Tierra; o simplemente querían evitar ser molestados en la privacidad de su casa por algún buen vecino que decidiera visitarlos inesperadamente.

En fin, evité seguir haciendo preguntas al respecto porque supuse que eventualmente daría con las respuestas. Entré a la casa y no era diferente a cualquier otra casa terrenal. Había una sala de estar con pisos de madera y muebles forrados de tela mullida con un irónico estampado de flores de lis. Me senté en uno de los muebles junto con los niños mientras la familia iba a la cocina a sacar bebidas para disfrutar de la fruta en el patio trasero. La familia regresó con otra canasta parecida a la que me regalaron cuando nos conocimos, sólo que ésta tenía unas botellas de agua natural, mineral y jugos. Salimos, pues, al patio.

El lugar no era un jardín particular como me lo hube imaginado, porque no había bardas que lo rodearan. Era sólo la misma extensión verde que estaba en todas partes. Sólo dimos unos pasos más hasta alcanzar una buena sombra. La madre tendió un mantel a cuadros blancos y azules y dispusimos las canastas en el centro.

Comenzamos a platicar y yo les pregunté cuánto tiempo llevaban viviendo en el cielo. No pudieron responderme, pues me explicaron que el tiempo es sólo un concepto terrestre creado a partir de la rotación de los planetas con respecto al sol. En este paraíso no había tal concepto, por lo que el tiempo no existía. Esta revelación me costó trabajo poderla asimilar, pero pensé que poco a poco la entendería; no sabía si pronto o rápido, pues los seres humanos estamos tan acostumbrados a estar sometidos bajo el influjo del tiempo que gran parte de nuestro lenguaje hace referencia a él. Palabras como ahora, antes, luego, entonces, después, hoy, al final, mañana, ayer, y muchas otras conforman parte del habla cotidiana. Tal vez, antes de que me diera cuenta, en el cielo estaría hablando de una forma completamente diferente a la que solía utilizar.
 
No supe, naturalmente, cuánto tiempo pasó desde que comenzamos a platicar, pero fue el suficiente como para que la fermentación provocada por la digestión de las frutas que comimos comenzara a hacerse sentir en mi estómago. Me puse de pie y me disculpé para ir al excusado.

Entré de vuelta a la casa y me dirigí al baño que ellos me dijeron que podía usar. Una puertecita blanca y delgada frente al salón de estar me indicó que era el lugar que buscaba. Cerré la puertecita a mi espalda y vi un retrete blanco muy limpio y, después de hacer lo que debía, jalé la palanca. Justo en ese instante, otra pregunta me pegó en la frente: si aquí es el cielo, ¿a dónde irán las aguas residuales? Es más, pensándolo todavía más, ¿cómo harían las personas de aquí para obtener sus vestimentas y sus casas? ¿Aparecerían de la nada solamente con invocar el  nombre de Yavé? ¿Cuándo vería a Yavé? ¿Lo podría ver cara a cara? Después de todo, Yavé no tiene cuerpo, ¿o sí? Me sucedió exactamente lo mismo que me pasaba cuando estaba vivo en la tierra, todas mis reflexiones me llegaban en el sanitario.

De repente, esas dudas dieron a luz a una sensación de ansiedad que cedió a algo parecido al miedo. – ¡Qué extrañas emociones en un lugar como éste! – pensé. No quise que estos sentimientos me nublaran la perspectiva del lugar y decidí salir nuevamente con la familia, hacerle las preguntas, y escuchar lo qué me responderían.

Cuando llegué con ellos, los niños se divertían volando un papalote. Ambos corrían por la extensión verde de césped podado y la cometa romboide se elevaba muy alto. El niño era quien sostenía el sedal y la niña gozaba viendo como el papalote  zigzagueaba en el aire.

Ya en confianza, le hice algunas preguntas de las que se me ocurrieron en el baño, pero los padres no me respondieron nada en concreto. Es más, desviaban la conversación a cosas más generales acerca de las posibles actividades que se podían hacer en el cielo. Cuando noté la incomodidad que les provocaban mis preguntas, decidí que no las haría más. Les agradecí por todo y me despedí. Si ellos no me darían las respuestas que buscaba, las encontraría por mí mismo.

Antes de alejarme de la familia asiática me ofrecieron su casa para que descansara cuanto quisiera. Me explicaron que no había noche en el cielo, por eso no me dijeron que podía pasar la noche, sólo me dijeron "descansar". Les di las gracias, pero les dije que quería conocer más el lugar y que me encantaría ver a alguien conocido. Ellos insistieron.

Cuando volví a negarme para quedarme, el marido se puso de pie y se acercó a mí con algo de impaciencia. Me dijo que le gustaría que yo pasara más tiempo con ellos, que tratarían de explicarme todas las cosas en su debido momento. Mi paciencia comenzó a disminuir. – Me encantaría estar más rato con ustedes, pero siempre he sido muy curioso y quiero conocer lo mejor posible el lugar. Extraño a mis padres y a mis abuelos; estoy seguro que deben estar en este sitio. Siempre fueron buenas personas y, también fueron atestiguantes de Yavé mucho antes de que yo decidiera serlo. – Le expliqué lo más cordialmente que pude.

El esposo asiático se volvió hacia su esposa y le indicó que se acercara. Al parecer, iban a seguir insistiendo en que no me fuera. Llegó la mujer con una amplia sonrisa, la cual ahora le notaba fingida, y mencionó más razones estúpidas por las que debía quedarme. Por ejemplo, me dijo que tenía dentro de su casa unos entretenidos juegos de mesa, unas recetas de cocina magníficas que con gusto las pondría en práctica para disfrutarlas, me dijo que a los niños les gustaría mucho jugar conmigo, etc. Me negué a cada una de ellas y comencé a desesperarme. No iba a permitir que esos argumentos me detuvieran ahí. Cada vez que mencionaban algo para intentar convencerme de que me quedara, hacían que me dieran más ganas de irme. Mi desesperación iba en aumento.

El esposo, al ver que no daba mi brazo a torcer, me dijo que unas personas importantes iban a llegar para conocerme y darme la bienvenida al cielo. Les pregunté quiénes eran y se voltearon a ver la cara mutuamente en un modo sospechoso. – Los primeros atestiguantes de Yavé, algunos de los 144 mil elegidos. – Respondió el marido. Tal manera de contestar sólo me hizo volverme más perspicaz al respecto y no pensé otra cosa más que irme de allí.

Volví a dar las gracias y me comencé a alejar hacia la puerta frontal de la casa caminando hacia atrás, sin darles la espalda. El marido me sujetó del hombro extendiendo su brazo y, justo ahí, no aguanté más.

Me zafé con fuerza la mano del asiático que me sostenía. Di media vuelta. Abrí la puerta, que no tenía la cerradura puesta, afortunadamente, y salí corriendo sin rumbo fijo. Así, sin detenerme ni un instante, mantuve el paso a través del inmenso jardín celestial de hermoso pasto casi interminable.

Fue imposible calcular el tiempo que pasé corriendo, sólo puedo asegurar que fue bastante. Pasé colinas, praderas, valles y vados sin darme cuenta de la belleza del lugar. Nada más quería encontrarme a alguien conocido pero no veía a una sola persona por ahí. Ni vi ninguna otra casa habitada ni nada más que indicara la presencia de otros seres humanos.

Corrí hasta que creí sentir dolor en mis pies. Digo “creí” porque no estaba seguro de que fuera dolor, cansancio, o sólo la idea de saber que, debido a que había corrido mucho, tenía que aminorar el paso.

Llegué hasta un lugar que rompía con todo el contexto que había visto hasta ahora. Había un abrupto precipicio más delante de mí. Como a dos kilómetros más, el terreno se detenía de repente y me apresuré para ver qué había debajo. Cuando llegué al precipicio, me llevé una increíble sorpresa.

Abajo, se extendía un inconmensurable pozo árido. Era como otra extensión del cielo que conocía, pero sin césped, árboles o plantas florales; tampoco vi ningún animal moviéndose por ahí, aunque sí vi seres vivos activos. El suelo no estaba tan profundo del borde como pensé antes de acercarme a verlo. Vi una gran construcción parecida a una fábrica de la Tierra.

Como pude, descendí hasta el fondo. Conforme me fui acercando a la construcción, me percaté de que mi percepción estaba en lo cierto. Era, efectivamente, una inmensa fábrica con chimeneas, maquinaria pesada y todo. Entré por una de las puertas y el aire respirable era tan pesado comparado con el que había estado respirando hasta entonces.

Frente a mí, se presentaba una escena muy conocida cuando tenía vida mundana. Había cientos de personas trabajando en diferentes cosas. Todos tenían el mismo uniforme de color café: unos pantalones de tela simple y una camisa de manga corta – para soportar el calor de lugar, supongo –. Unos hacían telas de diferentes tipos, otros hacían mosaicos y cerámica con diferentes formas, otros hacían múltiples accesorios de plástico y metal. No pude distinguir qué más hacían las personas, en parte porque no alcanzaba a ver y, por otro lado, una voz autoritaria hizo que me agazapara para esconderme.

Para mi sorpresa vi cómo la voz salía de un señor con un traje muy lujoso de color azul marino con botones plateados. Éste les daba indicaciones directas con una voz de mando tan impresionante que todo mundo lo obedecía sin chistar. Sin saber qué pasaba exactamente decidí salir en ese instante de ahí.

Huí de la fábrica en cuanto vi que desapareció el señor de la voz mandona. Salí por el mismo lugar que por donde entré sin que nadie me viera. Y me alejé corriendo nuevamente sin dirección alguna.

En mi mente había más preguntas que respuestas, pero por más que corría no veía a nadie que me pudiera ayudar.

¿Y si no estaba muerto y sólo era una pesadilla? Ya había durado mucho. ¿Y si no era el cielo, sino simplemente otra dimensión? No podría saberlo. Seguí corriendo y sólo me detenía cuando veía algún lago o riachuelo de donde pudiera beber agua. Traté por mucho, mucho tiempo de volver a encontrar la casa de la familia asiática pero no la vi por ningún lado. De repente, me quedé dormido sobre el césped sin saber en qué momento sucedió.

Cuando abrí los ojos, vi un entorno idéntico al que veía en vida en las revistas llamadas “Torre Fuerte”. Después de todo, esas ilustraciones del paraíso fueron las que me atrajeron al atestiguayavenismo. 

sábado, 22 de febrero de 2014

Ayes de Lupe

¡Ay, ay, ay! Tres ayes de una vida. Un ay de frustración, otro de horror y un último de resignación.

El primer ay que sintió Lupe fue a los diez años. Era un chico delgado, blanco, pelo castaño, temeroso de una madre soltera absolutista, de una miseria constante y con unos ojos de mirada siempre tímida.

En su nombre, Guadalupe, mostraba desde su presentación, una ambigüedad sexual de género que fue el detonante de sus lamentos.

El  primer ay fue, pues, cuando se dio cuenta de que el cuerpo que se le asignó al nacer no correspondía al que Lupe quería tener.

Creció viviendo las incomprensiones suyas y de todos los demás; las frustraciones incontables que sentía por no vestir, jugar, hablar, bailar y moverse como quería; por las innumerables represiones que le provocaba su conducta. También la pobreza de la casa contribuía a una desilusión por no hacer lo que anhelaba. Así continuó sobreviviendo Lupe hasta cumplir sus quince años. Entonces, por primera vez confirmó el deseo de no ser hombre, sino mujer. 

Antes de su decimosexto aniversario, su madre recibió en su casa a un amante efímero, feo y repulsivo que, al ver de paso al mozo afeminado solo en una habitación, mientras su dama de cama se aseaba los vapores corporales del amor, aprovechó para descargar en él sus instintos animales que le desgarraron a Lupe lo único inmaculado que le quedaba hasta ese día. Lupe no contó nada de lo sucedido por temor a las reprimendas de su madre.

Dejó la escuela, pero se desarrolló en el arte de la belleza ajena. Cinco años transcurrieron en los cuales Lupe aprendió con destreza a estilizar las cabelleras de quien las dejara moldear por sus manos habilidosas. En esos cinco años creció su renombre y en vez de ayudar a su casa para abandonar, por lo menos un instante, la pobreza, Lupe ahorró cada centavo ganado para ver en su físico el sueño de su vida hecho realidad. Deseaba ver el día en que dejaría por fin salir las curvas escondidas bajo la piel masculina que lo cubría. Ocurrió entonces el segundo ay.

A mediados de la primavera, con el producto de su trabajo estético, decidió invertir un poco en su propia configuración. Se implantó figura en las caderas, se afiló la mitad del vientre y más arriba, se infló su personalidad. Pero, después del cuerpo, ya escaso de billetes, acudió con un doctor de esos charlatanes que, por una fracción del costo le inyectó en el rostro a Lupe, nadie supo jamás qué. 

Los cachetes le comenzaron a crecer deformes y su faz dejó de parecer cara; se veía más como una enorme patata. Sus labios, otrora  carnosos y rosados, ahora daban la impresión de ser una flor  descolorida de panteón abandonado. Los párpados se hinchaban y caían con el pasar de los meses, lo que le impedía la visión. Lupe no tuvo más remedio que pegarse cinta adhesiva sobre los ojos para poder seguir haciendo el escaso trabajo que le quedaba, después de que los clientes asqueados de su imagen, se iban lentamente ausentando al mismo tiempo que perdía, también, sus fantasías.

Su madre murió y Lupe recobró fuerzas para continuar ahorrando a pesar de la escasez de entradas a su irónico salón de la belleza. En su trabajo usaba sombreros con grandes velos que lo hacían parecer señora avejentada y bizarra. Bien decidido por recuperar su rostro perdido, Lupe no gastó lo poco que ganó durante 25 años de penoso esfuerzo.
Teniendo ya la suma requerida en efectivo, hizo un corto viaje a la ciudad vecina más grande para someterse a la operación que le cambiaría la vida. Así sucedió cuando pisó el suelo de la terminal al llegar su autobús. Cuando caminaba con su bolso conteniendo el pasaporte a su transformación, unos bandidos vieron la ocasión para asaltar a esa extraña figura con curvas femeninas pero con un enorme rostro desproporcionado.
El segundo ay de horror de Lupe al verse igual, desfigurado, pobre y mancillado. 

Sin honor ni gloria regresó a su hogar, abandonado a la ruleta de la suerte, lamentándose de su destino.

Dejó ir la cúspide de su juventud detrás de un sueño interrumpido muchas veces. El carácter de Lupe se vio forzosamente moldeado a martillazos sobre un yunque férreo y frío. ¿Qué más se le presentaría? ¿Qué otra cosa podría sucederle para minimizar el temperamento afanoso de su naturaleza?

Suspiró por sus dos ayes sin perder nunca los deseos de vivir. No podía permitir que se le fuera el alma de este mundo de tal modo. Exhaló un ay más, uno de resignación y se puso de pie ante el escenario de su drama personal.

Decidió renunciar a su trabajo de estilista y cambió drásticamente de dirección. Siempre estuvo al margen de las burlas, primero por su amaneramiento y después por su monstruosa deformación, ahora Lupe usaría el escarnio de su existencia a su favor.

Descubrió sin vergüenza su cabeza, se maquilló con colores brillantes y excesivos, tiñó sus cabellos oscuros en las tonalidades que quiso y se compró vestidos llamativos, pegados a su cuerpo femenino.

Lupe aceptó con orgullo resignado  la atención que provocaba su figura contorneada en discordancia con una cara  grosera y desdeñosa. 

Ahora, sobre un escenario real bajo luces de reflectores, lucía Lupe con bailes y cantos un espectáculo que arrancaba los aplausos y las risas de la más curiosa concurrencia. 

Por fin, el que dejó de ser él para ser ella, cantaba sus tres ayes para animarse a sí misma y al público que la veía. Lupe se convirtió en la joya de unas noches de glamur mortecinas que inspiraba y alertaba los sueños banales de otros que como él, o ella, alimentan la realidad humana.