Bueno,
después de todo el esfuerzo que hice para llegar a ser un buen atestiguante de
Yavé, finalmente, morí. Abrí los ojos después del mortal proceso, el cual, por
cierto, pasó imperceptible. Ni me di cuenta de cómo me estaba muriendo. Bien
dicen que la vida se va en un abrir y cerrar de ojos; descubrí que así fue.
Entonces cuando fui consciente otra vez, después del nuevo despertar, vi un
entorno idéntico al que veía en vida en las revistas llamadas “Torre Fuerte”.
Después de todo, esas ilustraciones del paraíso fueron las que me atrajeron al
atestiguayavenismo.
Al
ponerme de pie, noté que todo a mi alrededor era muy bello y pulcro. Estaba como
en un inmenso jardín con el césped recién podado. Había algunos árboles
frutales esparcidos aleatoriamente por el lugar. El clima era muy agradable y
el aire cargaba consigo un aroma a flores. Me percaté de que traía ropa limpia:
un pantalón color beige y una camisa blanca con los puños y el cuello
almidonados. Mis pies, en cambio, no tenían zapatos, sólo un par de calcetines
color crema. Sentía la fresca sensación de la hierba suave bajo mis plantas.
Alcé
la vista porque percibí unas figuras que se movían en mi dirección. Eran cuatro
personas delgadas y no muy altas, dos adultos y dos niños. Parecía, sin lugar a
dudas, una familia: el padre, la madre, un hijo y una hija. Ya más de cerca
distinguí que eran asiáticos, - ¿Chinos o, tal vez, coreanos? - No lo supe, pero
hablaban español. Me saludaron con una enorme sonrisa en su rostro amable de
ojos rasgados y cabellos negros y lacios. Todos vestían muy formalmente, tal y
como estaban las personas que aparecían en la revista.
Recuerdo
que antes de unirme a la organización – evidentemente cuando estaba vivo – me
preguntaba si en el cielo usaríamos ropa o si andaríamos por ahí corriendo felizmente desnudos con nuestros genitales disfrutando libremente y sin
restricciones la frescura del viento. Pues bien, ahora sabía que sí había
vestimenta que tapara nuestros secretos corporales. Los varones asiáticos que
me recibieron tenían pantalones azules de vestir y camisas blancas con corbatas
rojas. Las mujeres, llevaban vestidos de telas florales de una sola pieza con
un elástico en la cintura para acentuar la figura, piezas simples, pero
bonitas, cuyos bordes les llegaban debajo de las rodillas. No fue evidente que
trajeran ropa interior, pero seguramente sí las tenían. Pensé que eran atuendos
muy básicos y sin pretensiones, pero bueno, a fin de cuentas era el cielo y,
tal vez, no existían las modas y los sentimientos mundanos que provocaban en
los seres humanos mortales, como la vanidad, la baja autoestima, la soberbia y
esas cosas.
Los
adultos de piel amarilla, tersa y muy limpia me saludaron en mi propio
idioma. No me sorprendió, pues consideré que todos en el cielo hablaríamos
todas las lenguas humanas a fin de poder comunicarnos sin problemas. Traté de
pensar algo en chino o en coreano para hablar con ellos, pero, por la premura de responder
el saludo, hablé en español. Los niños me extendieron una canasta con
frutas frescas variadas. Me invitaron a disfrutarlas en su casa. Parecían
personas muy amables y, debido a que yo acababa de llegar al cielo y aún no me
encontraba con mis seres queridos, acepté sabiendo que tendría una eternidad a
mi disposición para hacer con ella lo que quisiera.
Caminamos
hacia ¿el Este?, ¿el Sur? Me percaté en ese momento de que no había sol en el
cielo. Es más, ni siquiera el firmamento era como en la tierra; no era azul, ni
había nubes. Sólo había una brillante luz blanca. Supuse que la presencia de
Yavé – el único dios en el que había decidido creer – iluminaba todo lo
existente en este lugar, tal cual había aprendido en esta organización
religiosa. Seguí caminando con mis nuevos amigos hasta que delante de nosotros,
bajo unos frondosos robles con hojas muy claras, vi una casa de madera con
grandes ventanales de vidrio transparentísimo. Había una puerta de madera
oscura y cerraduras doradas. – ¡Qué
bonita casa! – Me dije, pero no pude evitar preguntarme para qué había ventanas
y cerraduras en el cielo. Tal vez querían tener una vida lo más parecida a la
que estaban acostumbrados en la Tierra; o simplemente querían evitar ser
molestados en la privacidad de su casa por algún buen vecino que decidiera
visitarlos inesperadamente.
En
fin, evité seguir haciendo preguntas al respecto porque supuse que
eventualmente daría con las respuestas. Entré a la casa y no era diferente a
cualquier otra casa terrenal. Había una sala de estar con pisos de madera y muebles
forrados de tela mullida con un irónico estampado de flores de lis. Me senté en
uno de los muebles junto con los niños mientras la familia iba a la cocina a
sacar bebidas para disfrutar de la fruta en el patio trasero. La familia
regresó con otra canasta parecida a la que me regalaron cuando nos conocimos,
sólo que ésta tenía unas botellas de agua natural, mineral y jugos. Salimos, pues, al patio.
El
lugar no era un jardín particular como me lo hube imaginado, porque no había
bardas que lo rodearan. Era sólo la misma extensión verde que estaba en todas
partes. Sólo dimos unos pasos más hasta alcanzar una buena sombra. La madre
tendió un mantel a cuadros blancos y azules y dispusimos las canastas en el
centro.
Comenzamos
a platicar y yo les pregunté cuánto tiempo llevaban viviendo en el cielo. No
pudieron responderme, pues me explicaron que el tiempo es sólo un concepto
terrestre creado a partir de la rotación de los planetas con respecto al sol.
En este paraíso no había tal concepto, por lo que el tiempo no existía. Esta
revelación me costó trabajo poderla asimilar, pero pensé que poco a poco la
entendería; no sabía si pronto o rápido, pues los seres humanos estamos tan
acostumbrados a estar sometidos bajo el influjo del tiempo que gran parte de
nuestro lenguaje hace referencia a él. Palabras como ahora, antes, luego,
entonces, después, hoy, al final, mañana, ayer, y muchas otras conforman parte
del habla cotidiana. Tal vez, antes de que me diera cuenta, en el cielo estaría
hablando de una forma completamente diferente a la que solía utilizar.
No
supe, naturalmente, cuánto tiempo pasó desde que comenzamos a platicar, pero fue
el suficiente como para que la fermentación provocada por la digestión de las
frutas que comimos comenzara a hacerse sentir en mi estómago. Me puse de pie y
me disculpé para ir al excusado.
Entré
de vuelta a la casa y me dirigí al baño que ellos me dijeron que podía usar.
Una puertecita blanca y delgada frente al salón de estar me indicó que era el
lugar que buscaba. Cerré la puertecita a mi espalda y vi un retrete blanco muy
limpio y, después de hacer lo que debía, jalé la palanca. Justo en ese
instante, otra pregunta me pegó en la frente: si aquí es el cielo, ¿a dónde
irán las aguas residuales? Es más, pensándolo todavía más, ¿cómo harían las
personas de aquí para obtener sus vestimentas y sus casas? ¿Aparecerían de la
nada solamente con invocar el nombre de
Yavé? ¿Cuándo vería a Yavé? ¿Lo podría ver cara a cara? Después de todo, Yavé
no tiene cuerpo, ¿o sí? Me sucedió exactamente lo mismo que me pasaba cuando
estaba vivo en la tierra, todas mis reflexiones me llegaban en el sanitario.
De
repente, esas dudas dieron a luz a una sensación de ansiedad que cedió a algo
parecido al miedo. – ¡Qué extrañas emociones en un lugar como éste! – pensé. No
quise que estos sentimientos me nublaran la perspectiva del lugar y decidí
salir nuevamente con la familia, hacerle las preguntas, y escuchar lo qué me responderían.
Cuando
llegué con ellos, los niños se divertían volando un papalote. Ambos corrían por
la extensión verde de césped podado y la cometa romboide se elevaba muy alto.
El niño era quien sostenía el sedal y la niña gozaba viendo como el
papalote zigzagueaba en el aire.
Ya
en confianza, le hice algunas preguntas de las que se me ocurrieron en el baño,
pero los padres no me respondieron nada en concreto. Es más, desviaban la
conversación a cosas más generales acerca de las posibles actividades que se
podían hacer en el cielo. Cuando noté la incomodidad que les provocaban mis
preguntas, decidí que no las haría más. Les agradecí por todo y me despedí. Si
ellos no me darían las respuestas que buscaba, las encontraría por mí mismo.
Antes
de alejarme de la familia asiática me ofrecieron su casa para que descansara
cuanto quisiera. Me explicaron que no había noche en el cielo, por eso no me
dijeron que podía pasar la noche, sólo me dijeron "descansar". Les di las
gracias, pero les dije que quería conocer más el lugar y que me encantaría ver
a alguien conocido. Ellos insistieron.
Cuando
volví a negarme para quedarme, el marido se puso de pie y se acercó a mí con
algo de impaciencia. Me dijo que le gustaría que yo pasara más tiempo con
ellos, que tratarían de explicarme todas las cosas en su debido momento. Mi
paciencia comenzó a disminuir. – Me encantaría estar más rato con ustedes, pero
siempre he sido muy curioso y quiero conocer lo mejor posible el lugar. Extraño
a mis padres y a mis abuelos; estoy seguro que deben estar en este sitio.
Siempre fueron buenas personas y, también fueron atestiguantes de Yavé mucho
antes de que yo decidiera serlo. – Le expliqué lo más cordialmente que pude.
El
esposo asiático se volvió hacia su esposa y le indicó que se acercara. Al
parecer, iban a seguir insistiendo en que no me fuera. Llegó la mujer con una
amplia sonrisa, la cual ahora le notaba fingida, y mencionó más razones
estúpidas por las que debía quedarme. Por ejemplo, me dijo que tenía dentro de
su casa unos entretenidos juegos de mesa, unas recetas de cocina magníficas que
con gusto las pondría en práctica para disfrutarlas, me dijo que a los niños
les gustaría mucho jugar conmigo, etc. Me negué a cada una de ellas y comencé a
desesperarme. No iba a permitir que esos argumentos me detuvieran ahí. Cada
vez que mencionaban algo para intentar convencerme de que me quedara, hacían
que me dieran más ganas de irme. Mi desesperación iba en aumento.
El
esposo, al ver que no daba mi brazo a torcer, me dijo que unas personas importantes
iban a llegar para conocerme y darme la bienvenida al cielo. Les pregunté
quiénes eran y se voltearon a ver la cara mutuamente en un modo sospechoso. –
Los primeros atestiguantes de Yavé, algunos de los 144 mil elegidos. –
Respondió el marido. Tal manera de contestar sólo me hizo volverme más
perspicaz al respecto y no pensé otra cosa más que irme de allí.
Volví
a dar las gracias y me comencé a alejar hacia la puerta frontal de la casa
caminando hacia atrás, sin darles la espalda. El marido me sujetó del hombro
extendiendo su brazo y, justo ahí, no aguanté más.
Me
zafé con fuerza la mano del asiático que me sostenía. Di media vuelta. Abrí la
puerta, que no tenía la cerradura puesta, afortunadamente, y salí corriendo sin
rumbo fijo. Así, sin detenerme ni un instante, mantuve el paso a través del
inmenso jardín celestial de hermoso pasto casi interminable.
Fue
imposible calcular el tiempo que pasé corriendo, sólo puedo asegurar que fue
bastante. Pasé colinas, praderas, valles y vados sin darme cuenta de la belleza
del lugar. Nada más quería encontrarme a alguien conocido pero no veía a una
sola persona por ahí. Ni vi ninguna otra casa habitada ni nada más que indicara
la presencia de otros seres humanos.
Corrí
hasta que creí sentir dolor en mis pies. Digo “creí” porque no estaba seguro de
que fuera dolor, cansancio, o sólo la idea de saber que, debido a que había
corrido mucho, tenía que aminorar el paso.
Llegué
hasta un lugar que rompía con todo el contexto que había visto hasta ahora.
Había un abrupto precipicio más delante de mí. Como a dos kilómetros más, el
terreno se detenía de repente y me apresuré para ver qué había debajo. Cuando
llegué al precipicio, me llevé una increíble sorpresa.
Abajo,
se extendía un inconmensurable pozo árido. Era como otra extensión del cielo
que conocía, pero sin césped, árboles o plantas florales; tampoco vi ningún
animal moviéndose por ahí, aunque sí vi seres vivos activos. El suelo no estaba
tan profundo del borde como pensé antes de acercarme a verlo. Vi una gran
construcción parecida a una fábrica de la Tierra.
Como
pude, descendí hasta el fondo. Conforme me fui acercando a la construcción, me
percaté de que mi percepción estaba en lo cierto. Era, efectivamente, una inmensa
fábrica con chimeneas, maquinaria pesada y todo. Entré por una de las puertas y
el aire respirable era tan pesado comparado con el que había estado respirando
hasta entonces.
Frente
a mí, se presentaba una escena muy conocida cuando tenía vida mundana. Había
cientos de personas trabajando en diferentes cosas. Todos tenían el mismo
uniforme de color café: unos pantalones de tela simple y una camisa de manga
corta – para soportar el calor de lugar, supongo –. Unos hacían telas de
diferentes tipos, otros hacían mosaicos y cerámica con diferentes formas, otros
hacían múltiples accesorios de plástico y metal. No pude distinguir qué más
hacían las personas, en parte porque no alcanzaba a ver y, por otro lado, una
voz autoritaria hizo que me agazapara para esconderme.
Para
mi sorpresa vi cómo la voz salía de un señor con un traje muy lujoso de color
azul marino con botones plateados. Éste les daba indicaciones directas con una
voz de mando tan impresionante que todo mundo lo obedecía sin chistar. Sin
saber qué pasaba exactamente decidí salir en ese instante de ahí.
Huí
de la fábrica en cuanto vi que desapareció el señor de la voz mandona. Salí por
el mismo lugar que por donde entré sin que nadie me viera. Y me alejé corriendo
nuevamente sin dirección alguna.
En
mi mente había más preguntas que respuestas, pero por más que corría no veía a
nadie que me pudiera ayudar.
¿Y
si no estaba muerto y sólo era una pesadilla? Ya había durado mucho. ¿Y si no
era el cielo, sino simplemente otra dimensión? No podría saberlo. Seguí
corriendo y sólo me detenía cuando veía algún lago o riachuelo de donde pudiera
beber agua. Traté por mucho, mucho tiempo de volver a encontrar la casa de la
familia asiática pero no la vi por ningún lado. De repente, me quedé dormido
sobre el césped sin saber en qué momento sucedió.
Cuando
abrí los ojos, vi un entorno idéntico al que veía en vida en las revistas
llamadas “Torre Fuerte”. Después de todo, esas ilustraciones del paraíso fueron
las que me atrajeron al atestiguayavenismo.
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