sábado, 2 de agosto de 2014

El garabato del artista

Un artista quería un cuadro único, para él, pero, por más que hacía trazos, nada le satisfacía.

Una noche en la que hacía calor, y los rayos de la luna se colaban en la pequeña habitación, el artista, entre sueños sonámbulos, en un cuadro, sobre tela limpia hizo aparecer una imagen. Un garabato que, al día siguiente, cuando lo vio, no entendió cómo apareció, pero le fascinó. Mientras más lo veía más a gusto se sentía. Se veía a sí mismo reflejado en él sin comprender cómo ni por qué. Lo veía y lo contemplaba, así, día tras día hasta que lo aburrió. Supongo que se le hizo ordinario. 

Este artista tenía alma de aventurero. Era de un corazón vibrante que latía de sed por verlo todo. Mientras más conocía, más quería. Necesitaba verlo todo para elegir de entre todo lo que más le apetecía. Así que, a pesar de que ese garabato era lo único que le había proporcionado contentamiento y paz, después de un tiempo, como le sucede a este tipo de espíritus, quiso más.

Quiso, entonces, repintar el cuadro, pues ya no tenía telas, ni forma de hacerse de una nueva. Sobre el garabato dibujó plantas, flores, árboles, cascadas, cielos prístinos y multitudes de animales. Creó hermosos y complejos paisajes. Luego continuó con personas bellas y graciosas, primero desnudas y después con ropas multicolores, en diferentes posturas. Mientras dibujaba se divertía. Creía que conseguiría lo que su alma le pedía, pero finalmente  al pasar el tiempo, nada le complacía de manera duradera.

Cabizbajo, el artista tomó solvente. Lo vertió sobre su tela y un torrente de colores comenzó a deshacerse, deslizándose hacia abajo. Con un trapo talló la tela y, aunque no pudo volver a dejar el cuadro totalmente blanco, vio que había una cosa que a pesar del solvente y del tallado, se había quedado intacto. Era el garabato que primero le había encantado. Sin saberlo, sin explicárselo, el artista se volvió a deleitar con su garabato. Lo hizo feliz, más que antes, porque venció al tiempo, a las novedades, a los nuevos colores que llegaron para ocultarlo y porque resistió indeleble hasta que el artista descubriera nuevamente su valor. 

El garabato ahora, sobre su tela ajada y poco blanquecina, colgaba para deleite del artista, iluminado por la luz del sol y de la luna, tanto de día como de noche, para que cada vez que alguien lo viera supiera que eran el uno para el otro por el resto de sus días.

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