Iago podía sentir cada caricia en su
piel de las decenas de usuarios; sus besos, sus golpes, el dolor, absolutamente
todo.
Aunque Iago Lorencez intuía que algo
no tan bueno podría suceder desde que decidió acceder a los servicios de la empresa,
no le importó realmente. Deseaba sentir, experimentar al máximo cualquier
emoción; tal vez, sufrir.
Antes de eso, veintiocho días antes
para ser exactos, Iago yacía sobre su cama de sabanas grises y mugrosas. Tenía
17 años y vivía con su madre y padre a los que no dejaba entrar a su habitación
por nada del mundo. Estaba cortando la piel blanca de sus brazos con trazos
perpendiculares a las muñecas de sus manos. Eran siempre heridas superfluas,
pero eso no impedía que la sangre brotara en pequeñas gotas continuas que cubrían
aparatosamente sus brazos. ¿Por qué lo hacía? Iago Lorencez sólo sabía que eso
le hacía sentir placer. No un placer consciente, pero le provocaba emociones,
sentimientos que eran como bálsamo para la apatía que abarcaban casi todo su contexto.
Dejó que la sangre se secara y, mientras su piel regeneraba los pequeños cortes
de la navaja de afeitar que usó, se quedó dormido, tal vez por falta de planes
ese día, tal vez por falta de energía, tal vez por el escaso alimento que
comía, tal vez por cansancio o por todo junto.
Durante sueños, el chico tuvo
numerosas escenas oníricas de tinte erótico. A Iago no le agradaban este tipo
de experiencias sexuales inconscientes, no por el hecho de verlas y sentirlas
con los ojos cerrados -eso sí le gustaba- sino por el fastidio de tener que
limpiar su ropa interior antes de depositarla en el cesto de la ropa sucia. Le
molestaba un poco el hecho de que alguno de sus padres pudiera darse cuenta del
tipo de sueños que tenía, no tanto por pudor como por el simple hecho de que su
familia supiera algo personal de él. Hacía muchos años que vivía como ermitaño
en su propio hogar, y, como tal, le provocaba un malestar tremendo compartir
cualquier aspecto de su vida personal con alguien de su familia.
Al otro día despertó muy tarde. Había
apenas terminado el primer semestre de universidad y estaba de vacaciones. Su
madre lo despertó con golpes fuertes en la puerta.
_ "¡Iago, baja a comer! Ya están
fríos los panqués con miel de tu almuerzo". _ Dijo la mamá y se retiró a
su oficina como asistente particular de una firma muy poderosa en su ciudad. El
padre, un hombre adicto al trabajo y a los juegos de azar, ya había partido a
su empleo de tiempo completo, para después gastar más de la mitad de su sueldo
en las mesas del casino.
Horas más tarde, después de bañarse,
lavar un poco sus calzones de los residuos producidos durante el sueño y de
limpiarse la sangre seca de sus brazos, Iago bajó a la cocina y apenas dio tres
bocados a su comida. Salió de casa y se fue a vagar por ahí sin rumbo fijo, solo.
Era una tarde de finales de noviembre de 2028. Iago era el menor de una familia
de tres hijos, algo sumamente poco usual en la sociedad de entonces. Había muy
pocos matrimonios heterosexuales y raramente conformaban familias. Quienes lo
hacían, no pasaban de uno o dos hijos. El caso de Iago era remarcable. Fue un
vástago no deseado, evidentemente, pero así eran la mayoría de los segundos
hijos, ni hablar de los terceros.
Debido a lo anterior, la vida de Iago
fue marcada desde pequeño como un ser humano que llegó para ocasionar problemas
y nada más que molestias en una familia por demás numerosa, con roles ya bien
establecidos. Los dos hermanos mayores del chico, Paulo y Melva, hacía tiempo
que se habían emancipado de sus padres. Paulo ya vivía en una ciudad a ocho
horas de distancia cuando Iago nació, y Melva se fue a trabajar como reportera
a otro continente al tercer aniversario de su hermano menor. Como era de
esperarse, los padres ya estaban grandes y fastidiados para la formación de un
nuevo miembro que nadie esperaba. Paulo, quien trabajaba en otra ciudad,
visitaba de vez en vez a su familia por períodos cortos de tiempo, los
suficientes como para molestar a su hermano menor en cada oportunidad que
tenía. Siempre se metía en donde no lo llamaban y le provocaba mucha gracia
espiar a su hermano y hacerlo sentir mal por cualquier nimiedad, por absurda
que fuera. Iago, por consiguiente lo odiaba. A Melva casi no la recordaba, pero
como hacía mucho que se había ido de casa, ni siquiera la echaba de menos. Era
como si fuera el hijo único de un matrimonio grande y sin ganas de cuidar de un
hijo que llegó a sus vidas por un descuido.
"Viva sus deseos sexuales al
momento, gratis y discretamente en: Deseos a tu Deseo". Era la publicidad
de un cartel pegado en una barda de la calle que incluía una dirección y nada
más. Iago la vio y le pareció algo de mal gusto así que, sin hacer ningún
gesto, pasó de largo. ¡Vaya publicidad!
Llegó a un parque donde estuvo sentado
sin hacer nada más que menearse sutilmente sobre un columpio solitario en esa
tarde cálida otoñal. Sin querer, Iago Lorencez viajaba con pensamientos
aleatorios hacia las palabras escritas en el cartel de "Deseos a tu
Deseo" mientras algunas canciones sonaban del reproductor de su celular
hasta los minúsculos audífonos inalámbricos en las orejas del muchacho.
Además de provocarse placer con el
dolor de los cortes dérmicos, otra actividad que despabilaba el letargo de la
apatía generalizada de Iago era la autoestimulación sexual. Durante esos
momentos de intimidad solitaria, Iago veía imágenes explícitas en su
computadora portátil y se imaginaba él mismo formando parte de las escenas. Le
excitaba sobre todo las que incluían roles sadomasoquistas entre jóvenes del
mismo sexo, ya fueran entre hombres o entre mujeres, pero jamás un acto
heterosexual. Iago no hacía distinciones de género, y esto, durante algún
tiempo, le hacía sentir vergüenza, hasta que se acostumbró y lo aceptó, pero
sumergiéndose en un aislamiento absoluto.
"Viva sus deseos sexuales...
gratis". Oía una y otra vez en su cabeza, y estas palabras, que en un
principio le parecieron profanas por estar ahí expuestas a cualquiera que
pasara y las viera, le resultaban ahora seductoras, atractivas. Tomó su celular
e ingresó a la internet para buscar información de la empresa. Solamente
encontró una página con fondo negro, el mismo texto con letras amarillas que ya
había leído en el póster y una lista de direcciones en diferentes ciudades del
mundo. Cada dirección era, al parecer, una sede de la empresa que prometía
satisfacer los deseos sexuales gratuitamente. Iago pensó que, lo más probable,
las primeras dos o tres veces serían gratis, y ya después cobrarían por el
servicio de la misma forma que funcionaban las aplicaciones que descargaba para
su dispositivo móvil. No podía ser de otra manera.
Pasaron las horas y Iago no hacía otra
cosa que pensar en el anuncio, escuchar música y mecerse en el columpio del
parque. El sol empezó a ocultarse. Decidió regresar a casa y buscó con ojos
ávidos durante todo el trayecto el póster que le había llamado la atención.
Después de unos minutos lo encontró y anotó la dirección sin pensar mucho al
respecto de la moral involucrada. Llegó a su habitación arrojándose directo
sobre la cama. Durante la noche tuvo sueños de lo que podría hacer si la
publicidad fuera real. Cuando despertara lo averiguaría. Tuvo la colcha del
cielo nocturno para decidirlo.
Sin embargo, antes de dormir tuvo un
estado de alteración en sus emociones, algo frecuente desde que alcanzó la
pubertad y las hormonas empezaron a despertar sus instintos sexuales, un estado
fluctuante entre excitación, ansiedad y una depresión provocada por un
sentimiento de soledad tangible. Transcurrieron dos horas y trece minutos para
que Iago alcanzara el sueño. En ese tiempo, lo único que hacía era permanecer
acostado de lado mientras su cuerpo se estremecía en pequeñas convulsiones
provocadas por un sollozo silencioso para que nadie lo oyera. Se cubría el
rostro con la almohada cada vez que sentía la necesidad de llorar más fuerte
ante la sensación de ahogo. Se durmió cuando su alma se cansó de tanto llanto
por no tener lo que deseaba, por no contar con nadie que se preocupara de
verdad por él, que lo escuchara, que lo abrazara de vez en cuando, por no haber
dado nunca un primer beso, por no haber recibido nunca la dosis de amor que una
persona como él necesitaba.
Al amanecer, Iago estaba solo en
casa. Despertó sintiéndose menos apesadumbrado. Sus padres ya se habían ido a sus labores. Su madre, como de
costumbre, tocó la puerta de su habitación para avisarle que le había dejado
algo de desayunar y, como de costumbre, se había ido sin esperar respuesta de
su hijo.
Después de pensarlo toda la mañana, Iago
salió sin almorzar nada a la dirección que había apuntado. Al acercarse al
lugar, vio un edificio grande, viejo y sin ningún cartel. No fue sino hasta que
estuvo frente a una puerta de metal que vio pintado con letras pequeñas el
anuncio que decía: "Deseos a tu Deseo". Llamó al timbre que había
sobre la misma puerta y ésta se abrió de improviso. ¿Qué habría dentro? ¿A
quién vería? ¿Y si alguien lo reconocía? No tenía amigos del colegio, pero eso
no impedía que sintiera oleadas de una ligera vergüenza.
Iago, impulsado por la expectación y
la lujuria, entró en lo que era un cuarto redondo y pobremente iluminado. Se
detuvo en seco a observarlo todo. A ambos lados de la puerta, pegadas a la
pared, había algunas sillas como las de una sala de espera. Frente a él vio
cuatro puertas y un monitor empotrado en la pared a la derecha de cada una. No
había nadie en la habitación. Respiró aliviado. Se acercó a una de las puertas
con pasos suaves a la última del extremo derecho. No quería hacer el menor
ruido. Todo estaba tan silencioso en ese lugar. Trató de girar la perilla pero
estaba atrancada. Se fijó que sobre la pantalla a su derecha decía: Inicio. Tocó
ligeramente con su dedo la palabra, y se encendió todo el monitor, dándole la bienvenida
a la Empresa "Deseos a tu Deseo".
Los próximos minutos Iago los pasó tecleando
algunos datos como su edad, nombre, sexo y demás información personal bajo la
premisa de ser manejada con suma discreción. Al finalizar, apareció un número de
cuatro cifras que se imprimió en un papelito salido de una pequeña ranura debajo
del monitor. Se escuchó un click en la puerta que indicaba que ya había sido
abierta. Sobre la pantalla apareció como última instrucción que debía dirigirse
al cuarto numero 417 e ingresar ahí el código que se le asignó.
El chico entró y vio un pasillo largo
con numerosas puertas rojas a los lados. Cada una con un número blanco grabado
que iniciaba con el 401. Iago Lorencez caminó con expectación y nervios hasta el
417 y vio un teclado de metal sobre la puerta que decía que ingresara el
código, así que miró el papelito nuevamente y tecleó la cifra. El pensamiento
de dar media vuelta y salir corriendo pasó volando en su cabeza. Se abrió la
puerta y Iago se introdujo en la oscuridad.
De repente, una luz amarillenta
iluminó un cuartito pequeño de unos dos metros cuadrados. Había una mesa con
cajones, un nicho en una pared del tamaño de una persona y a un lado otro
monitor. Se encendió y apareció un texto que recibía a Iago para brindarle un
placer sin igual. El chico leyó con avidez las primeras instrucciones del
usuario y, como todo le pareció seguro, siguió avanzando con el reglamento sin
leer detenidamente el resto de la información. Sin embargo, cuando comenzó a
llenar un formulario donde especificaba sus gustos en cuanto al tipo de persona
que prefería llegó a una parte donde se hacía una extraña petición. A un lado
de la pantalla había un hueco. El usuario debía introducir ahí su brazo hasta
el codo y una máquina debía extraer algo de sangre con el propósito de
decodificar el ADN para así ofrecer un servicio más personalizado. Iago, quien
estaba acostumbrado a la sangre, aunque con cierta incertidumbre, casi no dudó
en hacerlo.
Sintió una presión alrededor de su
brazo y supuso que era para hacer saltar las venas; después, un piquete casi imperceptible.
El chico notó un pequeño mareo momentáneo cuando la presión se detuvo y pudo
sacar su brazo. Apenas si se veía la pequeñísima incisión en una de las venas
de su muñeca.
Iago se dispuso a terminar de
describir sus gustos. La empresa ofrecía un maniquí fabricado en gel de
balística con sensación a piel y carne humanas hecho a la medida de las necesidades,
para que el usuario pudiera hacer con él lo que quisiera durante una hora desde
el momento de entrar a la habitación del deseo. Cuando llegó la ocasión de definir
el género sexual del muñeco de placer, Iago Lorencez, después de pensar un
momento, decidió que fuera hermafrodita. Le pareció una idea fabulosa contar
con una "persona" que fuera a la vez hombre y mujer. Una vez elegido
el modelo, se le asignaba un código de localización rápida para futuras
visitas. El usuario podía acceder al servicio de la empresa gratuitamente una
vez cada cuarenta y ocho horas y siempre se le proporcionaría el mismo maniquí
seleccionado la primera vez, así que se debía pensar muy bien en la elección
del modelo. Iago eligió un rostro muy andrógino de los cientos de opciones
definidas que ofrecía el servicio.
Ese primer día, como tardó tiempo para
decidirse por lo que quería, sólo quedaban cinco minutos de la hora permitida.
Iago sintió su corazón latir de prisa cuando, al terminar y presionar el botón
de enviar, del nicho en la pared se abrió una puerta superior y cayó su muñeco
hecho conforme a sus indicaciones. Apenas si podía creer lo que veía cuando del
suelo del nicho se abrió un hueco y el maniquí cayó por ahí. Se apagó la luz
del cuarto y se abrió la puerta. Su tiempo había terminado.
Una vez en casa, Iago no podía
asimilar lo que había sucedido. No dejaba de pensar en la empresa y las ganas
de volver ahí lo consumían. Pasaron las cuarenta y ocho horas lentísimas pero,
al final, el chico ya estaba de nuevo con su brazo dentro del orificio del
cuarto de placer, dejándose extraer nuevamente sangre, se debía hacer esto cada
vez que se accediera al servicio. Esta vez a Iago le sobraban cuarenta y cinco
minutos una vez que ingresó su código y apareció de nuevo el modelo hermafrodita
con rostro andrógino que había elegido.
Había fantaseado tanto en su casa con
este momento. Durante esos dos días sólo salía de su cuarto para comer un poco
y seguir soñando despierto con todas las posibilidades. Por primera vez en su
vida Iago tenía brillo en su mirada.
Iago acercó su mano lentamente para
acariciar el pecho del maniquí, estaba completamente desnudo y al chico le
pareció cómico y a la vez excitante ver un poco de vello púbico sobre los
genitales tanto masculinos como femeninos del muñeco. Su cara era
exquisitamente detallada hasta en la simulación de poros dérmicos. Sus ojos
eran de un azul intenso muy oscuro. La manera en la que estaban hechos
provocaban varias percepciones: la primera era la sensación de que estaban
vivos. Parecía que el maniquí podía ver y que en cualquier momento iba a
hablar, como si a través de su mirada plástica pudiera dejar ver un alma humana
existente dentro de su figura perfectamente esculpida. La segunda era un vacío
absoluto que se expandía detrás de los ojos zarcos y frívolos de su rostro de
goma. Sensaciones mixtas que excitaban al muchacho.
Durante cuarenta y cinco minutos Iago
disfrutó como nunca el sentir con sus manos un cuerpo muy real sin reservas ni
reproches. Acarició y besó lentamente cada espacio, cada pliegue. Después, las
caricias y besos en los labios, en el cuello, en los brazos, ingles y genitales
pasaron a ser pellizcos, golpecitos y mordidas. Apenas estaba pensando en
bajarse él mismo los pantalones y hacer un uso más completo del servicio cuando
sonó una alarma indicando que el tiempo había terminado. Iago Lorencez se vio
rápidamente envuelto en un deseo creciente y desesperado por la siguiente
visita.
Iago regresó a su casa y, por prinera
vez en muchos años, estuvo a punto de saludar a su mamá, pero lo evitó. No
quería que su madre se enterara de algo. No quería que incluso pensara que
podía, de repente, establecer una posible relación entre ellos que nunca
existió y que ni siquiera le interesaba que existiera.
Se encerró en su habitación para hacerse
cortes en su piel nuevamente. Se quitó toda la ropa y se posó así frente a su
espejo. Se contempló un tiempo, viendo en sí mismo las cicatrices anteriores y
tratando de recordar lo que pasaba por su mente mientras se las hacía. No había
escenas que le llegaran, solo emociones. Cada corte le mitigaba un dolor del
corazón y le provocaba dicha. Era como si cada gota de sangre sacara la
frustración y la infelicidad que no podían sacar las lágrimas. Esta vez Iago Lorencez hizo heridas en sus piernas, muy
cerca de sus ingles. Eso le provocó mucha excitación y, así, con la sangre
cálida que salía de su piel, empapando el área de la entrepierna con su humedad
lubricante, Iago puso término al ímpetu que tuvo que interrumpir al acabar la
hora con su maniquí. Disfrutó increíblemente en una explosión de éxtasis y se
recostó sin limpiarse. Era tanto su placer que no le importó manchar las
sábanas de su cama. Esa noche se quedó profundamente dormido muy rápido y no
tuvo sueño alguno.
Amaneció. El sol brillaba fuerte,
pero no como para calentar aún la fresca mañana.
Iago amaneció con hambre, por
supuesto, pero antes de entrar a la cocina quitó la ropa de cama manchada por
sus fluidos corporales y la metió a la máquina de lavado y secado. Estuvo lista
en diez minutos, y la colocó de nuevo en su habitación. No la tendió porque oyó
que alguien entraba en su casa, así que bajó a ver de quién se trataba. No
creía que fuera alguno de sus padres, a menos de que algo muy malo hubiera
pasado. Escuchó unos pasos, que no conocía, dirigirse a la cocina y calentar un
plato de comida en el horno de microondas. En ese momento, Iago bajó con
sigilo.
-"Ey, tú. ¿Cómo estás, hermanito?".-
Era Paulo el que saludaba mientras comía el almuerzo que su madre había dejado
listo para el único hijo que vivía en casa. -"¡Vaya! ¡Sí que has crecido
desde la última vez que te vi! Oh, supongo que estos panqués eran tuyos. Lo
siento, hay más en el refrigerador. Saca unos para ti y caliéntalos".-
Dijo con una sonrisa.
Iago no sabía qué hacía ahí; de
pronto se le ocurrió que lo habían corrido de su trabajo. Sus padres, sin embargo,
se alegrarían mucho de ver a su primogénito en casa. Sintió celos.
Paulo notó la cara de incomodidad de
su hermano, por lo que lo tranquilizó explicándole que estaría ahí muy poco
tiempo, sólo lo necesario para tratar asuntos de su trabajo.
- "Y dime, Iaguito, ¿sigues
cortándote con navajas?" - Sonrió Paulo con una carcajadita burlona. -
"La última vez que hablé con mamá dijo que todavía encontraba manchas de
sangre en tu ropa. Ella piensa que eres tan patético que te golpean en el
colegio". - Espetó el hermano mayor con sarcasmo porque le gustaba
incomodar a Iago. - "Pero yo sé que tú eres el que te cortas. ¡Más
patético aún! Desde niño te gustaba jugar en lugares peligrosos. Cada vez que
tenías un accidente, te caías o te golpeabas, y sangrabas, en vez de llorar, lo
disfrutabas. Yo nada más veía tu mirada destellante viendo brotar la sangre de
tus rodillas. No me sorprendió nada la primera vez que te descubrí en el baño,
sangrando y con la navaja de afeitar de papá. Ahí supe que serías un
pusilánime." -
Iago no sabía exactamente lo que
significaba aquella palabra, pero desde que su hermano Paulo se la dijo por
primera vez sintió que era la ofensa más grande del mundo, y notó que el
estómago se le revolvía de coraje. Eso mismo sintió justo en el instante que
oyó de nuevo la palabra pusilánime salir de labios de Paulo. Iago se le arrojó
con toda su furia para golpearlo pero Paulo, mucho más alto y fuerte que él, se
lo impidió de un sólo movimiento y Iago cayó al piso, lleno de rencor.
- "Ya, ya, hermanito. Es una
broma. No es para tanto." - Volvió a decir Paulo con un pequeño jadeo por
la agitación, pero conservando su sonrisita burlona. - "Mejor me voy y
regreso más noche. ¡Ah! Y a ver si me acompañas a la reunión de los uraquinos.
Sirve que aprendes algo de provecho en vez de desperdiciar tu tiempo con
navajitas". -
Los uraquinos eran una sociedad de la
religión de moda de entonces. Era una especie de cristianismo modernizado donde
la idea de pecado y penitencia había sido grandemente modificada. Se basaba en
la creencia de un dios omnipotente y creador de múltiples universos con
bastantes planetas habitados por seres humanoides, con el propósito de que
todos llegaran al conocimiento absoluto, el autoconocimiento, el conocimiento
de la divinidad y el conocimiento de los habitantes de los planetas vecinos.
Iago pensaba que era una churrada creada por el sincretismo que había dejado la
posmodernidad de las décadas pasadas.
Iago le dijo a su hermano que estaría
ocupado y que jamás iría con los estúpidos uraquinos. Mientras abría el
refrigerador, Paulo le dijo:
- "Iago, yo sé por qué no te
gusta la iglesia de uraquia. Es por tu adicción a la autoestimulación sexual.
Si tuvieras una pareja no tendrías necesidad de esa práctica tan egoísta y
primitiva. Solo alguien tan patético y pusilánime como tú no puede conseguir a
nadie para hacer lo naturalmente permitido a la humanidad". - Y una vez
pronunciado este discurso, Paulo salió de inmediato de casa riéndose a
carcajadas y dejando a Iago solo, en la cocina, bufando del coraje.
De toda su familia Paulo era el único
que pertenecía al movimiento uraquino. Sólo una vez Iago acompañó a su hermano
a una de sus reuniones cuando estaba de visita en la casa. Ahí, aunque no tenía
más de once años, a Iago le pareció erróneo que la iglesia juzgara de
antinatural la satisfacción erótica en solitario, una actividad que había
descubierto hacía poco y que le gustaba lo bastante como para dejarla de hacer
sólo porque alguien de los uraquinos lo decía. Según ellos, además de llevar
una alimentación exclusivamente libre de productos de origen animal, y de
practicar la meditación diaria por dos horas, cualquier conducta sexual era
algo exclusivamente entre parejas y nunca individualmente. Obviamente a Iago,
quien estaba acostumbrado a hacer lo que le daba en gana, cuando y como quería,
nada de eso le pareció atractivo y nunca más quiso saber nada de la filosofía
uraquina.
Pasó en su habitación el resto del
día jugando videojuegos mientras pensaba en la dicha de sus padres cuando
vieran a Paulo esa noche. Sólo deseaba que se volviera a ir pronto. Su hermano era
aún más pesado que soportar a sus padres, después de todo, ellos casi ni le
prestaban atención y eso le permitía llevar su vida solitaria como le gustaba.
Esa noche, desde su cuarto Iago oyó
que llegó su madre, luego Paulo y los saludos emotivos que le siguieron.
Finalmente, llego el padre. Saludos y charla nuevamente. Iago tenía hambre,
pero prefirió acostarse en su cama sin cenar que presenciar la escena cursi de
la familia feliz. Cerró sus ojos y decidió dormirse pensando en su encuentro
otra vez con su maniquí particular.
Cuando despertó, al otro día, ya no estaba su hermano. Se
sintió relajado, listo para otro deseo que cumplir en la empresa de sus sueños.
Fue a su tercera visita. En esta
ocasión perdió su virginidad. Fue un momento memorable para él. El placer que
experimentó superaba en mucho sus expectativas.
Primero, como de costumbre al llegar
a su cuarto del placer, Iago introdujo su brazo al receptáculo donde se extraía
la sangre. El pinchazo fue, en esta ocasión, más doloroso. Debía ser el
minúsculo callo que se estaba formando en la piel sobre su vena por las veces
que la aguja entraba. Al endurecerse el punto de extracción sanguínea, hacía
que se batallara más para que la aguja alcanzara la vena.
Sin embargo, después de la ligera
mueca por la presión en el brazo, el chico disfrutó el instante en que la
sangre salía. En menos de un minuto, ya estaba cayendo el maniquí hermafrodita
de Iago, con todo su cuerpo desnudo, con esa mirada fría y complaciente, con la
pequeña sonrisa en su rostro sintético, con todos los atributos que hacían que
Iago sintiera una corriente eléctrica recorrer su cuerpo, desde la cabeza hasta
detenerse, entumiéndose, en su entrepierna.
El chico no esperó a que dejara de
salir la gota de sangre constante de la minúscula herida de su brazo. Se
abalanzó, motivado por toda la excitación, a besar los labios del muñeco.
Aunque la piel del monigote no era tibia como la de una persona viva, la
textura de la boca era increíblemente real. Los dos seres, el humano y el sintético,
se fundieron en uno, disfrutando de la suavidad de un beso tan verdadero como
el corazón del muchacho era capaz de fingir.
Iago se quitó su ropa. Entonces, los
dos quedaron iguales, sólo que uno se podía mover y el otro no, pero permitía
ser manejado al antojo de su usuario. Pasaron unos minutos de más besos y
caricias. A pesar de haber accesorios y juguetes sobre la mesita del cuarto, no
fueron utilizados. El muchacho sobaba con avidez cada rincón del maniquí. El
deseo creció exponencialmente hasta que Iago colocó el torso del muñeco sobre
la mesa, boca abajo, con los pies colgando sobre el suelo. En ese momento, y
sin pensarlo más, Iago embistió con todas sus fuerzas el cuerpo inerte de su
acompañante, una y otra y otra vez. Sin saber las causas, mientras descargaba
su virilidad, sentía una rabia y una tristeza al mismo tiempo viajando de su
cara a su vientre, y después, un poco más abajo, hasta dejarlas salir en un
estrépito de temblores pélvicos incontrolables, acompañadas de un chillido de
placer y una piel erizada completamente. Ambos sentimientos terminaron
depositados en el interior del maniquí, que seguía con su mirada fría y su
pequeña sonrisa complaciente en su cara.
Sonó una alarma y se encendió la
bombilla que indicaba que el tiempo estaba por concluir. Iago colocó a su
maniquí en el nicho, y éste desapareció. Después se vistió, se secó un poco el
sudor de la frente y abandonó la habitación del deseo.
Salió de la empresa dispuesto a ir a
su casa, pero al doblar la esquina, vio a su hermano Paulo al otro lado de la
calle. Iba solo. Iago se colocó detrás de uno de los anuncios luminosos que
estaban en la parada del transporte público para no ser visto. Vio a Paulo
cruzar la calle. Lo siguió con la mirada y, sin poder creerlo, vio cómo su
hermano mayor entraba por la misma puerta por la que Iago había salido
recientemente.
¿Qué hacía Paulo? ¿Utilizaba él
también los servicios de la empresa "Deseos a tu Deseo"? No podía ser
posible. Paulo era un uraquino. Su hermano siempre le decía que la satisfacción
sexual tenía que ser en pareja. ¡Qué hipócrita había resultado! Si alguna vez
Iago había sentido aunque fuera algo de respeto por Paulo, ahora le parecía más
que despreciable. Pero si Paulo frecuentaba la empresa, eso significaba que
Iago no podría ir con tanta libertad. No podía soportar la idea de que su
hermano se enterara que él también iba y que hacía uso del mismo servicio. No
podía permitir que sus padres supieran. No podía tolerar que se entrometieran
en su vida. Y por nada del mundo podía darse el lujo de saberse vulnerable en
un aspecto tan humano como el placer que esa empresa le brindaba. Tenía que volverse más cuidadoso si quería
seguir frecuentando sus placeres ocultos.
Se aisló más de su familia. No se
dejaba ver por nadie. Temía que su mirada lo traicionara y que todos se dieran
cuenta de que escondía algo. Todavía menos podía ver a Paulo y que éste le
dijera alguno de sus sermones uraquinos acerca del sexo. Sentía que en el
instante en que lo escuchara, no iba a resistir las ganar de gritarle a su
hermano mayor que lo había visto entrar en la empresa. Eso sería dejarle en
claro que él también era usuario asiduo.
A pesar de todo, no había momento en
que no pensara en el cuarto del deseo y en su muñeco hermafrodita.
Volvió, sin embargo, con mucho
cuidado para no ser visto, una cuarta, una quinta y una sexta ocasión a la
empresa. En cada visita daba más rienda suelta a sus pasiones sexuales. Podía
hacer lo que quisiera con su muñeco. Abría los cajones de la mesita del cuarto
de placer y usaba con libertad y lascivia los látigos, esposas, corbatas,
pelotas y múltiples juguetes sexuales que había ahí. En casa, sólo pensaba en
diferentes cosas para hacer la próxima oportunidad.
Llegó el momento en el que Paulo
tenía que volver a la ciudad donde vivía. Iago se las había arreglado para no
tener que verlo y soportar los comentarios sarcásticos y los sermones uraquinos
de su hermano hipócrita.
La mañana en la que oyó a Paulo
despedirse de su mamá y papá se puso muy feliz. Con los padres en el trabajo y
su hermano lejos, él ya no tendría que andarse cuidando las espaldas cada vez
que visitara la empresa.
En la decimoquinta vez en el edificio
de "Deseos a tu Deseo", Iago se veía mucho más flaco, pálido y ausente
que de costumbre. Cuando introdujo el brazo para la extracción sanguínea usual
sintió algo nuevo. Casi al finalizar la donación de sangre pudo sentir que algo
se introducía bajo su piel. Sacó el brazo y notó algo, como una protuberancia
minúscula, pero no supo qué era y no le dio mucha importancia. Salió su muñeco
y Iago descargó su pasión sobre éste muy rápido. El resto de los minutos Iago Lorencez
los mató dándole azotes sin ganas en las nalgas al maniquí.
Al pasar la hora, sonó la alarma y se
encendió el monitor de la pared. Decía que esta era la última vez que podía
acceder a los servicios de la empresa “Deseos a tu Deseo” y le daba las gracias.
Al chico, esta noticia lo dejó muy sorprendido. No quería que terminara. Se
había convertido en un adicto, pero por más que trató de presionar en
diferentes lugares de la pantalla, no pasaba nada. No había ningún teléfono a
donde pudiera llamar ni personal que lo pudiera atender. Se sintió desesperado
cuando la luz se apagó, se abrió la puerta y tuvo que abandonar el recinto.
¿Qué? ¿Esto era todo? Si bien, en esa
visita no había durado mucho su entusiasmo, pero tampoco significaba que ya
estuviera harto. Tal vez el hecho de saberse con libertad de visitar a su
muñeco sin tener que preocuparse porque lo viera su hermano le había disminuido
la emoción. No estaba seguro de eso. No obstante, el saber que ya no podría
utilizar los servicios sexuales a los que se había hecho adicto, lo sacudió
fuerte. ¿Ahora qué haría? Después de probar el sadismo real con el que atacaba
a su maniquí no encontraría la misma satisfacción con escenas eróticas en su
computadora. Sentía que se había quedado, repentinamente, vacío.
Esa noche en casa, mientras trataba
de dormir dando vueltas en su cama, Iago experimentó las primeras sensaciones
en su piel. Lo que le habían colocado en el brazo era un chip pequeñísimo que
había ido profundamente por su torrente sanguíneo hasta insertarse en su médula
nerviosa. El propósito era hacer sentir al usuario todo lo que futuros
beneficiarios de “Deseos a tu Deseo” hicieran a sus propios maniquís, siempre y
cuando se eligiera un modelo basado en el ADN del usuario donante.
Esta ocasión, alguien más había elegido
un modelo que llevaba características del ADN de Iago, y el chico podía
experimentar en carne propia todo lo que se le hiciera a su homólogo de balística
cada vez que se le seleccionara en un nuevo cuarto de placer a lo largo y ancho
del planeta donde hubiera una sede de la empresa.
Iago podía sentir cada caricia en su
piel de las decenas de usuarios; sus besos, sus golpes, el dolor, absolutamente
todo.
A pesar de que nunca imaginó que
detrás de ese negocio hubiera una cláusula semejante, el muchacho no se sentía
agobiado. Las sensaciones que experimentaba con cada usuario nuevo, las
ocurrencias de cada uno en tantas e innumerables posibilidades, tan diferentes
y a tan variadas horas del día y de la noche, lo que bien podía ser una
tortura, una terrible pesadilla infernal para muchos, Iago encontraba todo eso
excitante.
De esa manera, Iago Lorencez encontró
lo que le hacía falta en su vida. Sentir al máximo. Vivir sabiendo que había
personas que encontraban en su cuerpo lo que necesitaban. Iago se sentía no
sólo querido, sino deseado, útil. Aunque a veces sufría físicamente dolores
agudos a causa de las laceraciones que los asistentes a la empresa le hacían al
maniquí, el cual compartía información genética y sensorial con él, Iago estaba contento. Disfrutaba finalmente
el hecho de estar vivo. Se convenció a sí mismo que le bastaba y le sobraba con
ser un maniquí a larga distancia en "Deseos a tu Deseo".
Fin.