sábado, 17 de diciembre de 2016

Bastet

Así como pesa abrir los ojos cuando están llenos de legañas, así me pesó arrancarme hoy las sábanas. De nuevo, ese sudor pegajoso y el ardor intenso en los genitales me despertaron. No fue solo el sudor lo que cubría mi cuerpo, también era sangre y, esta vez, las heridas eran más profundas. Me metí a bañar.
Salí del baño envuelto en toalla, adolorido, y ahí estaba, encima de la cama, con su cuerpo lleno de pelos prístinos. Me miraba con sus ojos aperlados con un tinte azul que me transportaron a la mitad de un mar sin olas, pero con la sensación de multitud de tiburones bajo la superficie. Se me erizaron todos los vellos del cuerpo y me quedé quieto un segundo, como ligado a su mirada impasible, sin poderme mover.
Retomé la voluntad de mi cuerpo. Lo hice justo cuando ella decidió voltear su mirada para acomodarse mejor sobre mis sábanas y recostarse para otra de sus siestas. Me empecé a vestir y me sorprendió la extraña coincidencia de mis movimientos al compás de su mirada.
Esas extrañas cosas, como yo las llamo, comenzaron a ocurrir poco después de que adoptara a Bastet, mi gata blanca. Llegó un día a la puerta de mi casa, sola. No sé cuantos años tenía, pero era una gata adulta. Cuando la vi, me atrapó de inmediato. Fue un hipnotismo casi de otro mundo. Su figura, la blancura de su pelaje, sus rasgos finos y sus ojos, oh, esos ojos que parecían hablar sin palabras consiguieron que no quisiera separarme de ella.
Primero que nada, jamás había tenido una mascota, así que tener que hacerme cargo, aunque sea de un animalito, modificó mis hábitos de soltero. Pero no era únicamente el llenarle su plato de agua y comida, era sentir todos los detalles que hacían que vivir con Bastet me pusieran tan nervioso.
En un momento me vi envuelto en otra vida. Era como si yo viviera en el mundo de la gata en vez de que ella se adaptara al mío. Al principio pensé que así era tener un gato, siempre oía a gente decir que los felinos eran especiales, pero Bastet era más que especial. Trataré de explicarme mejor.
Al instante en que la vi en la puerta, desapareció de mi vista. Entró de un salto a mi casa y yo fui tras ella. La busqué por todas partes y nada. Pensé que tal vez se había vuelto a salir sin que me hubiera dado cuenta, así que cerré la puerta.
Pero no se había ido. La volví a ver cuando entré a mi habitación, acostada en mi cama, sobre mis almohadas. ¡Mis almohadas! Ella estaba ahí, moviendo sensualmente la punta de su cola, como si todo le perteneciera desde siempre, mirándome complaciente.
Nos vimos fijamente durante segundos que parecieron eternos. De un momento a otro todo el cuarto se puso oscuro. No podría decirlo con exactitud, pero fue como si yo me hubiera paralizado mientras el tiempo corría con velocidad, o tal vez solo no me percaté de la hora precisa. Así que realmente no estoy seguro si nuestras miradas se cruzaron por segundos o en verdad fueron horas.
La gata, que en ese entonces no tenía nombre, de alguna manera me convenció de dejarla pasar la primera noche en mi cama. Juro que de poder explicarlo con palabras lo haría. Simplemente, decidí dormir en un sofá.
A partir de ahí, siempre lograba que yo hiciera cosas que jamás había pensado. Tal vez eran cosas que sí haría por cualquier otra mascota, no podría asegurarlo, nunca tuve una antes, pero la gata parecía tener control sobre mí.
Otro ejemplo de esas extrañas cosas fue la elección de su nombre al día siguiente de que llegara. Yo había pensado en algo así como “Pelusa”, “Fifi” o “Nieve” pero ella me hizo cambiar de idea de inmediato. Mientras pensaba en ello y escribía en mi computadora mi artículo semanal, se montó en el teclado, se acostó y, de la nada, apareció una página de internet dedicada a la diosa gata egipcia. ¡Ja! Inverosímil, yo lo sé, pero no tengo por qué mentir en una situación como esta.
La imagen en la computadora era de una mujer con cabeza de gato. Estaba ataviada con joyas doradas en cuello y brazos, con unos grandes ojos que me veían directamente, como si se fuera a salir de la pantalla. Hubo un aspecto de la diosa que no me agradó mucho. Aunque era la protectora del hogar, también destruía todo a su paso cuando se le molestaba o enojaba. Por eso también le decían: La Desgarradora. Con todo y eso me gustó, y así quedó claro el nombre que recibiría mi nueva mascota.
En los días que siguieron, yo ya estaba acostumbrado a dormir en el sofá hasta que ella decidió dormir ahí. Entonces me volví a cambiar a mi cama solo para que ella la volviera a hacer suya inmediatamente. No importaba el lugar donde yo decidía pasar la noche, ella se apoderaba de él y hacía que ni siquiera me molestara. Yo, simplemente, sucumbía a sus deseos sin chistar. Entonces, las extrañas cosas empezaron a aumentar de frecuencia.
Al inicio eran cosas simples, actividades cotidianas que si las contara de manera aislada, no tendrían importancia y pasarían por descuidos absurdos, risibles.
En las mañanas me servía cereal con leche de desayuno, hasta que al primer mordisco me daba cuenta de que me había servido croquetas de animal. Por las tardes, tomaba una barrita de frutas como ‘snack’ solo para escupirla después porque había agarrado un filete de pescado crudo del refrigerador.
Despertaba a cada rato en la noche porque podía escuchar ruiditos que antes me eran imperceptibles, como el sonido de roedores ocultos tras las paredes o las pisadas de las cucarachas y otros insectos rastreros.
Siempre había sido un hombre solitario. Mi salario apenas me daba para pagar la renta. Antes de Bastet, rara vez salía a pasear o frecuentaba lugares donde tuviera que gastar dinero. Después de Bastet, me comencé a aislar más. Dejé de ver a mis amigos y ellos tampoco me buscaban. Tal vez empezaron a notarme más raro que de costumbre.
Poco a poco empecé a acostumbrarme a todas las extrañas cosas. Ya no escupía las croquetas cuando las confundía con el cereal, y me terminaba los filetes de pescado crudos. El sabor ya no me era desagradable.
 Pero lo más reciente es lo que empieza a preocuparme. Temo que también llegue a acostumbrarme a esto y vengan cosas peores.
Van dos veces en este mes que despierto con llagas en las piernas, dolores en todo el cuerpo y un ardor intenso desde mis genitales hasta el ano. Trato de recordar algo que hubiera pasado, pero nada. Abro los ojos y así estoy. Se me ocurren muchas cosas, pero ya he dicho que estoy más aislado y que no he vuelto a salir de casa, ni solo ni con compañía.
La primera vez que desperté así fui a la cocina porque tenía más hambre y sed que dolor. Vi a Bastet sobre la mesa y no me extrañó verla ahí cuando hace unos instantes la había dejado acostada en mi cama. Desganado, abrí el refrigerador. No había más que una cebolla podrida. Ni siquiera maldije mi miseria, solo respiré con resignación. Hacía un par de semanas que la revista para la que trabajaba me había despedido. Dejé de enviar a tiempo mis artículos o simplemente no los enviaba. La verdad, me dejó de importar. Cogí a Bastet y empecé a acariciarla, sentado en el piso. Así pasó mucho tiempo.
Horas después estaba masticando un bocado tibio y crujiente. Realmente me calmó el hambre y un poco la sed. Me di cuenta de que era una rata pequeña lo que comía y, a diferencia de lo que yo habría pensado antes, supo muy bien.
De improviso, volví a abrir mis ojos después de una siesta que me pescó por sorpresa, aún con el gusto sanguinolento en mi boca. No estaba seguro de la hora, pero estaba anocheciendo. Vi todo más nítido aunque menos colorido. En eso, sentí cómo Bastet saltó y salió corriendo del apartamento por una ventana. Digo que la sentí, por que seriamente, no la vi.
Aquí las ‘de por sí’ extrañas cosas se transformaron en sinsentidos, preguntas que no puedo responder ni razonar. No me drogo, lo juro por Dios. Sí me alimento aunque no como antes, pero no son alucinaciones por el hambre, estoy seguro.
Fue como si lo que ella hiciera lo hiciera yo. Salió corriendo, como dije, por la ventana. Saltó una barda al terreno abandonado de al lado. La hierba alta rozaba su cara y ella seguía avanzando por entre la hierba alta que rozaba su cara. Los músculos tensos, la visión casi al ras de la tierra, la cabeza agazapada en dirección a la casa de madera podrida. Entró en ella y la oscuridad no opacó su visión.
Caminó más lento pero con decisión. Subió unas escaleras y fue a un cuarto. Estaba vacío, con algunas cajas ennegrecidas esparcidas por ahí. La esperaban otros gatos, muchos gatos más. Se acercó a ellos y todo se volvió confusión, ruido, chillidos, maullidos, dolor, placer. Las respiraciones y jadeos no me dejaban oír nada más. Todo estaba tan oscuro y el apretujamiento con los demás animales no me dejaba ver qué pasaba, solo sentirlo todo.
Esta mañana me costó despertar por la incomodidad del sudor, sangre y dolor. Decido relatar estas extrañas cosas antes de que deje de pensar una idea coherente. Por eso las estoy escribiendo.
 No sé si esto le ha pasado a alguien más. No sé con quien haya estado Bastet anteriormente. Siento que mi cuerpo incluso está cambiando. Espero que esto llegue a alguien más y quier a aayyudarme con esto. Es soslo q ue yeatod o me cvuetsac omprtanme coom uhmano
Qusiera q
Ya     me di cuetna de qe esoty escribbindo

  De batset. Adiós.

domingo, 7 de febrero de 2016

Trancazo en la cabeza

Me detuve justo antes de asestarle un golpe más en la cara con la empuñadura de la pistola cuando vi una mancha roja salir detrás del cráneo del hombre que estaba en el piso, aprisionado debajo de mi cuerpo. 

De repente y sin saber cómo, estaba yo a lo lejos de la escena. La gente también veía sin hacer nada, solo observaba, sin moverse de la fila de las palomitas. El cine estaba abarrotado de personas. Solo unas pocas, que estaban más lejos, seguían haciendo lo suyo sin darse cuenta. Todo había pasado muy rápido y el murmullo del lobby del cine era tan grande como para distinguir el ruido de una pelea. 

Aunque toda esa revuelca no ocurría aún, mis manos estaban agarrotadas, mis palpitaciones aceleradas y mi cabeza caliente de tantas ideas que se agitaban al ver al tipo ese, agazapado a un lado de la fila. 

-"Imbécil fulano prepotente".- Me decía a mí mismo. -"Se cree uno de esos machos invencibles que puede pasar por encima de los demás. ¡Egoísta deserebrado! Hasta que no se encuentre a uno más bravo que él va a aprender."-

El hombre estaba a un lado de la fila de la dulcería, abalanzándose hacia adelante para anticiparse al que estaba más al frente, listo para meterse sin reparos. Nadie parecía incomodarse; nadie le decía nada. Y yo, yo estaba con el coraje atorado de la impotencia. A pesar de ni siquiera estar formado en esa fila, no podía evitar el sentimiento de furia creciendo en el pecho. 

Siempre he detestado a la gente que se salta las reglas por encima de los demás solo por estar en una situación ventajosa. ¿Pero cuál sería su situación de ventaja? No era más que otro cliente; tampoco era un trabajador del cine, una celebridad o algún servidor público, al menos no uno quo yo reconociera.

Claro que ninguno de los anteriores debería poder estar por encima de nadie, pero ¿qué hacía que él tuviera tanta seguridad de lo que estaba a punto de hacer? 

Por supuesto, tal vez era uno de esos que carga un arma para intimidar a los demás. En esta ciudad, hay mucha gente que por traer una pistola o pertenecer a un grupo criminal que los respalde cree que puede hacerlo todo. ¡Parásitos déspotas y soberbios!

Yo, esperando en otra fila para entrar a ver la película, lo veía con ojos de fuego, pensando todo esto antes de irle a propinar su merecido. Era cuestión de que explotara mi enojo. 

En ese momento, dejaría mi charola de comestibles en el piso a un lado de la taquilla para recogerla más tarde, una vez que hubiera hecho justicia con mis propias manos. Después, caminaría decidido hacia ese señor de chamarra de cuero, con pisada fuerte pero discreta sin que él me percibiera a sus espaldas. Ya cerca, con un movimiento veloz le pegaría una patada en el reverso de sus rodillas para que cayera. Ahí en el suelo, me le aventaría encima para inmovilizarlo, mientras le quitara la pistola que seguramente tendría oculta en algún lugar de la cintura. Todo sería tan rápido que él ni se daría cuenta de por dónde lo habían atacado. Le asestaría varios golpes en la nuca hasta dejarlo muy aturdido.

-"A ver si así aprendes a hacer fila como todos; a respetar a todas las personas; a ubicarte en que no eres mejor que nadie. Toma tu merecido"-. Yo le decía mientras le daba la tranquiza. 

¿Aprendería? ¿Realmente alguien aprenderá a respetar el lugar de los demás? Si fuera otro el que le 'diera su merecido', ¿qué pensaría yo? Seguramente que así tampoco se arreglan las cosas, pero sin duda alguna lo disfrutaría. ¡Oh, sí! Ver cómo se hace justicia en mi presencia debería ser una delicia; hacerla por mi propia cuenta, un gusto increíble aunque terminaría agotado y sin saber qué esperar después. ¿La policía? ¿Sus compinches? Seguramente no estaría solo. Mmm, debería tener más cuidado y no soltar la pistola, solo por si acaso. 

Antes de pensar en lo que ocurriría después, yo ya estaba golpeando sin remilgos al aprovechado este en la nuca. Descargaba sobre él todo mi coraje acumulado de tantas injusticias vividas. Y solo para darme el gusto de verle la cara, decidía quitarme de encima de su espalda para darle la vuelta y desfigurársela un poquito, solo a modo de recordatorio futuro. Mi intensión no sería matarlo, claro, nada más darle una lección.
Me colocaba otra vez encima, esta vez frente a frente. Yo arriba y el canalla este bajo mis rodillas. 

Me detuve justo antes de asestarle un golpe más en la cara con la empuñadura de la pistola cuando vi una mancha roja salir detrás del cráneo del hombre que estaba en el piso, aprisionado debajo de mi cuerpo. 

En eso, vi desde mi lugar, en la fila de la taquilla, que se despejaba una caja en dulcería. Vería cómo el hombre se iba a meter descaradamente, dejando atrás como a 35 personas. -"Maldito."- dije entre dientes. 

Cuando se hizo el movimiento, vi que avanzó junto al chico de mero adelante. Sacó unos billetes de su cartera y se los extiendió. A lo lejos, alcancé a leerle los labios al muchacho que dijo: "¿Qué vas a querer, papá?" Resultó que solo esperaba a que su hijo, quien estaba haciendo la fila, avanzara en su turno.

Y así terminó toda esa pelea épica que sucedió solo en mi cabeza. Nadie salió herido de veras, solo mi ego. Creyó que sus juicios y opiniones tenían razón, y sometió a mi cuerpo bajo los influjos de la adrenalina, la presión y el estrés que su enojo causó. 

Nota personal: la mayoría de las contiendas ocurren siempre en la cabeza de uno; se pueden causar guerras solo por una idea mal fundada. ¡Gracias!

viernes, 12 de junio de 2015

La Puta Desubicada

... Arcano XIII, Torre y Rueda.

La “Emperatriz”, así le decían, lo había visto en su tirada de tarot, pero lo comprobaría esa misma noche cuando su hija Estrella se lo confirmara.
Deambulaba por las calles el año 1964, y así como el año, la puta de pocos años mostraba sus talentos en la zona roja de Nuevo Laredo, Tamaulipas, México.
Su trabajo lo empezaba casi al ocaso y nunca después de las diez. De tal modo, no perdía el decoro, que es lo que le faltaba a una cualquiera. Lo que ella no era.
El ocaso llegó la tarde de marzo cuando la noticia de la reubicación de su zona de trabajo le caló los pies y le subió el color.
Ya no podía ejercer la profesión de su sustento, porque su madre, una señora de cincuenta y cinco años con la que aún vivía, no le permitía trabajar en otro lugar que no fuera en las cercanías de su casa. A la “Emperatriz” le gustaba tener el control, sobre todo de su hija.

_ Nos cambiaron la zona, madre. _ Dijo la putilla al llegar a casa.
Había estado caminando coquetamente hasta que a la entrada de la zona, donde los hombres desechaban su estrés y su candor almacenado, un gendarme le cerró el paso y le mostró el anuncio en el portón:
LA ZONA ROJA SE TRASLADÓ AL PONIENTE DE LAS AFUERAS DE LA CIUDAD, PARA BRINDAR UN MEJOR SERVICIO LEJOS DE LAS FAMILIAS NEOLAREDENSES Y NO DAÑAR LA MORAL SOCIAL. GRACIAS”. _ Decía el letrero. Y así, sin más, la joven meretriz se quedó imposibilitada laboralmente.

_ ¿Y qué piensa el alcalde? ¿Quién irá hasta allá para darse gusto con nuestros servicios? ¡Necedades! ¡Meras necedades! _ Espetó la madrota.
_ Pues ahora a ver qué hacemos, madre. ¿De qué vamos a vivir? ¿Nos tendremos que mudar de aquí para irnos a la nueva zona? _ Preocupada, indagó la hija.
_ ¡Por su puesto que no! Siempre ha habido trabajo y seguirá habiendo. Mientras haya un hombre deseoso habrá esperanza para nosotras, mi Estrellita. _
_ ¿Pero en dónde, am, en dónde, este, ¿cómo lo digo? En dónde voy a “ejercer” el acto, madre? _ Musitó la dudosa prostituta.
_ ¿Tanto trabajo te cuesta decir: “follar”? Como si me fuera a espantar. ¡Madre mía! Pues aquí, ¿dónde más? Y ni te pongas cómoda que no pasará un día de trabajo sin hacer dinero. _ La regañó su progenitora.
_ Pero, madre, de ¿dónde sacaré los clientes ahora? _
_ ¡Por Dios! Como si no te conocieran, Estrella. A las mujeres de la vida galante siempre nos ubican. Siempre nos necesitan. Ya verás que hoy mismo hay clientes. Si no los consigues en la calle tú, te los consigo yo. Acuérdate de don Pepe, Manuelito, el tullido de Andrés, y siempre habrá clientes que prefieran así el asunto: clandestino. Ahí tienes al coscolino del señor Martínez y al padre Tomás. Éste no tiene remilgos con acostarse contigo, pero sí con que yo le eche una cartita. ¡Ja!_ Terminó tajantemente la señora.
La joven puta que por un momento perdió su ubicación laboral, salió a la calle dando un respiro de esperanza. La madre, por su parte, viendo que la hija se iba, tomó el teléfono y comenzó a marcar números conocidos de los clientes satisfechos al mismo tiempo que echaba sobre el buró una carta más: el Mundo. La “Emperatriz” Sonrió.

Y así, ante el cambio de contexto, un cambio de mentalidad. Y como dice el dicho: si el profeta no va a la montaña, la montaña va al profeta. Y aunque no tenga mucho qué ver este dicho con la historia, se entiende que lo que va a pasar, va a pasar por la voluntad de alguien.
Luego entonces, nadie se murió de hambre y hubo hombres felices y contentos para rato.


Fin.

lunes, 12 de enero de 2015

Destellos coloridos de Papantla

Arriba observas, embelesado fijas tus sentidos hacia el infinito.
Alrededor oyes, extasiado pones tu atención hacia las voces.
Debajo sientes, esperanzado pisas la tierra que hace tiempo no veías.
De frente hueles, ensimismado pruebas tus recuerdos hacia un pasado lejano.

Ahora de adulto estás de nuevo en tu pueblo de la infancia.
El que juraste no volver a visitar porque consumaba tu tolerancia.
Ahora presencias un ritual bajo el cielo que, de límpido y estrellado, pasó a estar totalmente oscuro y nublado.
Ahora el pueblo reunido entero canta y da voces en rezo tomado de las manos.
Rayos, truenos y luces blanquecinas y doradas destellan en el firmamento.
Iluminan de repente, y por lapsos, el cuerpo desnudo de aquella muchacha de senos descubiertos, mostrando al viento su embarazo.

Ahora todo empieza a cobrar sentido desde  que llegaste a Papantla un día antes.
Cuando sentiste la necesidad de ir, ni siquiera el porqué te preguntaste.
Tuviste nada más el llamado aquel día en que temprano despertaste, 
por soñar toda la noche con tu abuelo, el hombre de esas tierras, al que tanto amaste.

Viste por primera vez el Tajín y sus pirámides en medio del húmedo verdor.
Tal vez el recuerdo de tus ancestros o el ver esas figuras pintadas,
los hombres que se veían descender del cielo en esas pinturas desgastadas,
hizo que tu piel se erizara, mostrando cada uno de tus pelos al aire, sin pudor.

Algo inusitado en esas imágenes llamó fijmente tu atención.
Los hombres que bajaban del cielo parecían volar llenos de color.
Los pobladores del lugar los llamaban los antiguos voladores,
aquellos que fundaron el arte de volar, según los narradores.
¿Quiénes fueron y por qué crear así ese ritual ahora conocido?
Te preguntas, y recuerdos grises atraviesan tus sentidos.

Sigues viendo las pinturas cuando alguien te hace una invitación.
Es un anciano que te dice que conoció a tu abuelo y a tus padres,
y te informa que tú eres especial, que te esperan para la celebración.
Esa noche en la planicie del Tajín habrá una gran reunión.

Con la música, la algarabía y el ajetreo nocturno te dan de comer, y bebes alcohol hasta ponerte casi indispuesto.
Ya está oscuro; es de noche y sólo brillan las antorchas.
Hay fogatas y el pueblo comienza a dar voces y a hacer gestos.
Tú sólo miras, dándote todo vueltas. El ruido crece y casi no lo soportas.

Comienza a brillar el cielo, y éste ilumina el poste de los voladores, pero no hay ninguno ahora.
Ves las nubes relampagueando, cubriendo las luces, y no hay truenos.
Sabes que hay brillos y destellos porque las nubes sirven como tenues velos.
No hay ruidos de tronidos, pero súbito oyes un lamento. Es la chica embarazada, la que grita y cae al piso.

Pronto el cielo y las voces callan. Las luces crecen mientras, más intensas. Cesan los cantos. Ya no hay sollozos ni ruido. Únicamente escuchas como desde el aire comienza a crecer un silbido.
Miras las nubes, y poco a poco se descubre una plataforma plateada y brillante, redonda como la blanca luna. 
Se abre de ella un hueco y ves bajar, planeando en círculos perfectos, cuatro seres humanoides, sus cuerpo luminosos de decenas de colores. 

Son hombres pájaro que desciende desde el cielo hasta el suelo de Papantla. 
Giran mientras bajan lentamente, al rededor de la muchacha.
Ella ya no llora, no se mueve, no cubre su desnudez. Sólo calla.
Los seres la alcanzan, la toman consigo y de nuevo en el aire se levantan.

Es entonces cuando tu mente se abre y recuerdas tu pasado. 
Tú bajaste al nacer del cielo, pero eso fue hace más de veinte años.
Tu madre fue alguna vez una chica también embarazada. Tu abuelo sabía que padre humano no tenías, sino que fuiste concebido en una nave astronauta.
Los seres de nuevo bajan, pero ves que ahora eres tú su centro. Los ves girando mientras vuelan con colores en el viento.
De nuevo el pueblo canta mientras tú te elevas con ellos en el cielo.
Y así, con tus recuerdos renovados te pierdes entre los destellos coloridos de Papantla

lunes, 13 de octubre de 2014

Deseos a tu Deseo

Iago podía sentir cada caricia en su piel de las decenas de usuarios; sus besos, sus golpes, el dolor, absolutamente todo.
Aunque Iago Lorencez intuía que algo no tan bueno podría suceder desde que decidió acceder a los servicios de la empresa, no le importó realmente. Deseaba sentir, experimentar al máximo cualquier emoción; tal vez, sufrir.
Antes de eso, veintiocho días antes para ser exactos, Iago yacía sobre su cama de sabanas grises y mugrosas. Tenía 17 años y vivía con su madre y padre a los que no dejaba entrar a su habitación por nada del mundo. Estaba cortando la piel blanca de sus brazos con trazos perpendiculares a las muñecas de sus manos. Eran siempre heridas superfluas, pero eso no impedía que la sangre brotara en pequeñas gotas continuas que cubrían aparatosamente sus brazos. ¿Por qué lo hacía? Iago Lorencez sólo sabía que eso le hacía sentir placer. No un placer consciente, pero le provocaba emociones, sentimientos que eran como bálsamo para la apatía que abarcaban casi todo su contexto. Dejó que la sangre se secara y, mientras su piel regeneraba los pequeños cortes de la navaja de afeitar que usó, se quedó dormido, tal vez por falta de planes ese día, tal vez por falta de energía, tal vez por el escaso alimento que comía, tal vez por cansancio o por todo junto.
Durante sueños, el chico tuvo numerosas escenas oníricas de tinte erótico. A Iago no le agradaban este tipo de experiencias sexuales inconscientes, no por el hecho de verlas y sentirlas con los ojos cerrados -eso sí le gustaba- sino por el fastidio de tener que limpiar su ropa interior antes de depositarla en el cesto de la ropa sucia. Le molestaba un poco el hecho de que alguno de sus padres pudiera darse cuenta del tipo de sueños que tenía, no tanto por pudor como por el simple hecho de que su familia supiera algo personal de él. Hacía muchos años que vivía como ermitaño en su propio hogar, y, como tal, le provocaba un malestar tremendo compartir cualquier aspecto de su vida personal con alguien de su familia.
Al otro día despertó muy tarde. Había apenas terminado el primer semestre de universidad y estaba de vacaciones. Su madre lo despertó con golpes fuertes en la puerta.
_ "¡Iago, baja a comer! Ya están fríos los panqués con miel de tu almuerzo". _ Dijo la mamá y se retiró a su oficina como asistente particular de una firma muy poderosa en su ciudad. El padre, un hombre adicto al trabajo y a los juegos de azar, ya había partido a su empleo de tiempo completo, para después gastar más de la mitad de su sueldo en las mesas del casino.
Horas más tarde, después de bañarse, lavar un poco sus calzones de los residuos producidos durante el sueño y de limpiarse la sangre seca de sus brazos, Iago bajó a la cocina y apenas dio tres bocados a su comida. Salió de casa y se fue a vagar por ahí sin rumbo fijo, solo. Era una tarde de finales de noviembre de 2028. Iago era el menor de una familia de tres hijos, algo sumamente poco usual en la sociedad de entonces. Había muy pocos matrimonios heterosexuales y raramente conformaban familias. Quienes lo hacían, no pasaban de uno o dos hijos. El caso de Iago era remarcable. Fue un vástago no deseado, evidentemente, pero así eran la mayoría de los segundos hijos, ni hablar de los terceros.
Debido a lo anterior, la vida de Iago fue marcada desde pequeño como un ser humano que llegó para ocasionar problemas y nada más que molestias en una familia por demás numerosa, con roles ya bien establecidos. Los dos hermanos mayores del chico, Paulo y Melva, hacía tiempo que se habían emancipado de sus padres. Paulo ya vivía en una ciudad a ocho horas de distancia cuando Iago nació, y Melva se fue a trabajar como reportera a otro continente al tercer aniversario de su hermano menor. Como era de esperarse, los padres ya estaban grandes y fastidiados para la formación de un nuevo miembro que nadie esperaba. Paulo, quien trabajaba en otra ciudad, visitaba de vez en vez a su familia por períodos cortos de tiempo, los suficientes como para molestar a su hermano menor en cada oportunidad que tenía. Siempre se metía en donde no lo llamaban y le provocaba mucha gracia espiar a su hermano y hacerlo sentir mal por cualquier nimiedad, por absurda que fuera. Iago, por consiguiente lo odiaba. A Melva casi no la recordaba, pero como hacía mucho que se había ido de casa, ni siquiera la echaba de menos. Era como si fuera el hijo único de un matrimonio grande y sin ganas de cuidar de un hijo que llegó a sus vidas por un descuido.
"Viva sus deseos sexuales al momento, gratis y discretamente en: Deseos a tu Deseo". Era la publicidad de un cartel pegado en una barda de la calle que incluía una dirección y nada más. Iago la vio y le pareció algo de mal gusto así que, sin hacer ningún gesto, pasó de largo. ¡Vaya publicidad!
Llegó a un parque donde estuvo sentado sin hacer nada más que menearse sutilmente sobre un columpio solitario en esa tarde cálida otoñal. Sin querer, Iago Lorencez viajaba con pensamientos aleatorios hacia las palabras escritas en el cartel de "Deseos a tu Deseo" mientras algunas canciones sonaban del reproductor de su celular hasta los minúsculos audífonos inalámbricos en las orejas del muchacho.
Además de provocarse placer con el dolor de los cortes dérmicos, otra actividad que despabilaba el letargo de la apatía generalizada de Iago era la autoestimulación sexual. Durante esos momentos de intimidad solitaria, Iago veía imágenes explícitas en su computadora portátil y se imaginaba él mismo formando parte de las escenas. Le excitaba sobre todo las que incluían roles sadomasoquistas entre jóvenes del mismo sexo, ya fueran entre hombres o entre mujeres, pero jamás un acto heterosexual. Iago no hacía distinciones de género, y esto, durante algún tiempo, le hacía sentir vergüenza, hasta que se acostumbró y lo aceptó, pero sumergiéndose en un aislamiento absoluto.
"Viva sus deseos sexuales... gratis". Oía una y otra vez en su cabeza, y estas palabras, que en un principio le parecieron profanas por estar ahí expuestas a cualquiera que pasara y las viera, le resultaban ahora seductoras, atractivas. Tomó su celular e ingresó a la internet para buscar información de la empresa. Solamente encontró una página con fondo negro, el mismo texto con letras amarillas que ya había leído en el póster y una lista de direcciones en diferentes ciudades del mundo. Cada dirección era, al parecer, una sede de la empresa que prometía satisfacer los deseos sexuales gratuitamente. Iago pensó que, lo más probable, las primeras dos o tres veces serían gratis, y ya después cobrarían por el servicio de la misma forma que funcionaban las aplicaciones que descargaba para su dispositivo móvil. No podía ser de otra manera.
Pasaron las horas y Iago no hacía otra cosa que pensar en el anuncio, escuchar música y mecerse en el columpio del parque. El sol empezó a ocultarse. Decidió regresar a casa y buscó con ojos ávidos durante todo el trayecto el póster que le había llamado la atención. Después de unos minutos lo encontró y anotó la dirección sin pensar mucho al respecto de la moral involucrada. Llegó a su habitación arrojándose directo sobre la cama. Durante la noche tuvo sueños de lo que podría hacer si la publicidad fuera real. Cuando despertara lo averiguaría. Tuvo la colcha del cielo nocturno para decidirlo.
Sin embargo, antes de dormir tuvo un estado de alteración en sus emociones, algo frecuente desde que alcanzó la pubertad y las hormonas empezaron a despertar sus instintos sexuales, un estado fluctuante entre excitación, ansiedad y una depresión provocada por un sentimiento de soledad tangible. Transcurrieron dos horas y trece minutos para que Iago alcanzara el sueño. En ese tiempo, lo único que hacía era permanecer acostado de lado mientras su cuerpo se estremecía en pequeñas convulsiones provocadas por un sollozo silencioso para que nadie lo oyera. Se cubría el rostro con la almohada cada vez que sentía la necesidad de llorar más fuerte ante la sensación de ahogo. Se durmió cuando su alma se cansó de tanto llanto por no tener lo que deseaba, por no contar con nadie que se preocupara de verdad por él, que lo escuchara, que lo abrazara de vez en cuando, por no haber dado nunca un primer beso, por no haber recibido nunca la dosis de amor que una persona como él necesitaba.
Al amanecer, Iago estaba solo en casa. Despertó sintiéndose menos apesadumbrado. Sus padres ya se  habían ido a sus labores. Su madre, como de costumbre, tocó la puerta de su habitación para avisarle que le había dejado algo de desayunar y, como de costumbre, se había ido sin esperar respuesta de su hijo. 
Después de pensarlo toda la mañana, Iago salió sin almorzar nada a la dirección que había apuntado. Al acercarse al lugar, vio un edificio grande, viejo y sin ningún cartel. No fue sino hasta que estuvo frente a una puerta de metal que vio pintado con letras pequeñas el anuncio que decía: "Deseos a tu Deseo". Llamó al timbre que había sobre la misma puerta y ésta se abrió de improviso. ¿Qué habría dentro? ¿A quién vería? ¿Y si alguien lo reconocía? No tenía amigos del colegio, pero eso no impedía que sintiera oleadas de una ligera vergüenza.
Iago, impulsado por la expectación y la lujuria, entró en lo que era un cuarto redondo y pobremente iluminado. Se detuvo en seco a observarlo todo. A ambos lados de la puerta, pegadas a la pared, había algunas sillas como las de una sala de espera. Frente a él vio cuatro puertas y un monitor empotrado en la pared a la derecha de cada una. No había nadie en la habitación. Respiró aliviado. Se acercó a una de las puertas con pasos suaves a la última del extremo derecho. No quería hacer el menor ruido. Todo estaba tan silencioso en ese lugar. Trató de girar la perilla pero estaba atrancada. Se fijó que sobre la pantalla a su derecha decía: Inicio. Tocó ligeramente con su dedo la palabra, y se encendió todo el monitor, dándole la bienvenida a la Empresa "Deseos a tu Deseo".
Los próximos minutos Iago los pasó tecleando algunos datos como su edad, nombre, sexo y demás información personal bajo la premisa de ser manejada con suma discreción. Al finalizar, apareció un número de cuatro cifras que se imprimió en un papelito salido de una pequeña ranura debajo del monitor. Se escuchó un click en la puerta que indicaba que ya había sido abierta. Sobre la pantalla apareció como última instrucción que debía dirigirse al cuarto numero 417 e ingresar ahí el código que se le asignó.
El chico entró y vio un pasillo largo con numerosas puertas rojas a los lados. Cada una con un número blanco grabado que iniciaba con el 401. Iago Lorencez caminó con expectación y nervios hasta el 417 y vio un teclado de metal sobre la puerta que decía que ingresara el código, así que miró el papelito nuevamente y tecleó la cifra. El pensamiento de dar media vuelta y salir corriendo pasó volando en su cabeza. Se abrió la puerta y Iago se introdujo en la oscuridad.
De repente, una luz amarillenta iluminó un cuartito pequeño de unos dos metros cuadrados. Había una mesa con cajones, un nicho en una pared del tamaño de una persona y a un lado otro monitor. Se encendió y apareció un texto que recibía a Iago para brindarle un placer sin igual. El chico leyó con avidez las primeras instrucciones del usuario y, como todo le pareció seguro, siguió avanzando con el reglamento sin leer detenidamente el resto de la información. Sin embargo, cuando comenzó a llenar un formulario donde especificaba sus gustos en cuanto al tipo de persona que prefería llegó a una parte donde se hacía una extraña petición. A un lado de la pantalla había un hueco. El usuario debía introducir ahí su brazo hasta el codo y una máquina debía extraer algo de sangre con el propósito de decodificar el ADN para así ofrecer un servicio más personalizado. Iago, quien estaba acostumbrado a la sangre, aunque con cierta incertidumbre, casi no dudó en hacerlo.
Sintió una presión alrededor de su brazo y supuso que era para hacer saltar las venas; después, un piquete casi imperceptible. El chico notó un pequeño mareo momentáneo cuando la presión se detuvo y pudo sacar su brazo. Apenas si se veía la pequeñísima incisión en una de las venas de su muñeca.
Iago se dispuso a terminar de describir sus gustos. La empresa ofrecía un maniquí fabricado en gel de balística con sensación a piel y carne humanas hecho a la medida de las necesidades, para que el usuario pudiera hacer con él lo que quisiera durante una hora desde el momento de entrar a la habitación del deseo. Cuando llegó la ocasión de definir el género sexual del muñeco de placer, Iago Lorencez, después de pensar un momento, decidió que fuera hermafrodita. Le pareció una idea fabulosa contar con una "persona" que fuera a la vez hombre y mujer. Una vez elegido el modelo, se le asignaba un código de localización rápida para futuras visitas. El usuario podía acceder al servicio de la empresa gratuitamente una vez cada cuarenta y ocho horas y siempre se le proporcionaría el mismo maniquí seleccionado la primera vez, así que se debía pensar muy bien en la elección del modelo. Iago eligió un rostro muy andrógino de los cientos de opciones definidas que ofrecía el servicio.
Ese primer día, como tardó tiempo para decidirse por lo que quería, sólo quedaban cinco minutos de la hora permitida. Iago sintió su corazón latir de prisa cuando, al terminar y presionar el botón de enviar, del nicho en la pared se abrió una puerta superior y cayó su muñeco hecho conforme a sus indicaciones. Apenas si podía creer lo que veía cuando del suelo del nicho se abrió un hueco y el maniquí cayó por ahí. Se apagó la luz del cuarto y se abrió la puerta. Su tiempo había terminado.
Una vez en casa, Iago no podía asimilar lo que había sucedido. No dejaba de pensar en la empresa y las ganas de volver ahí lo consumían. Pasaron las cuarenta y ocho horas lentísimas pero, al final, el chico ya estaba de nuevo con su brazo dentro del orificio del cuarto de placer, dejándose extraer nuevamente sangre, se debía hacer esto cada vez que se accediera al servicio. Esta vez a Iago le sobraban cuarenta y cinco minutos una vez que ingresó su código y apareció de nuevo el modelo hermafrodita con rostro andrógino que había elegido.
Había fantaseado tanto en su casa con este momento. Durante esos dos días sólo salía de su cuarto para comer un poco y seguir soñando despierto con todas las posibilidades. Por primera vez en su vida Iago tenía brillo en su mirada.
Iago acercó su mano lentamente para acariciar el pecho del maniquí, estaba completamente desnudo y al chico le pareció cómico y a la vez excitante ver un poco de vello púbico sobre los genitales tanto masculinos como femeninos del muñeco. Su cara era exquisitamente detallada hasta en la simulación de poros dérmicos. Sus ojos eran de un azul intenso muy oscuro. La manera en la que estaban hechos provocaban varias percepciones: la primera era la sensación de que estaban vivos. Parecía que el maniquí podía ver y que en cualquier momento iba a hablar, como si a través de su mirada plástica pudiera dejar ver un alma humana existente dentro de su figura perfectamente esculpida. La segunda era un vacío absoluto que se expandía detrás de los ojos zarcos y frívolos de su rostro de goma. Sensaciones mixtas que excitaban al muchacho.
Durante cuarenta y cinco minutos Iago disfrutó como nunca el sentir con sus manos un cuerpo muy real sin reservas ni reproches. Acarició y besó lentamente cada espacio, cada pliegue. Después, las caricias y besos en los labios, en el cuello, en los brazos, ingles y genitales pasaron a ser pellizcos, golpecitos y mordidas. Apenas estaba pensando en bajarse él mismo los pantalones y hacer un uso más completo del servicio cuando sonó una alarma indicando que el tiempo había terminado. Iago Lorencez se vio rápidamente envuelto en un deseo creciente y desesperado por la siguiente visita.
Iago regresó a su casa y, por prinera vez en muchos años, estuvo a punto de saludar a su mamá, pero lo evitó. No quería que su madre se enterara de algo. No quería que incluso pensara que podía, de repente, establecer una posible relación entre ellos que nunca existió y que ni siquiera le interesaba que existiera.
Se encerró en su habitación para hacerse cortes en su piel nuevamente. Se quitó toda la ropa y se posó así frente a su espejo. Se contempló un tiempo, viendo en sí mismo las cicatrices anteriores y tratando de recordar lo que pasaba por su mente mientras se las hacía. No había escenas que le llegaran, solo emociones. Cada corte le mitigaba un dolor del corazón y le provocaba dicha. Era como si cada gota de sangre sacara la frustración y la infelicidad que no podían sacar las lágrimas. Esta vez  Iago Lorencez hizo heridas en sus piernas, muy cerca de sus ingles. Eso le provocó mucha excitación y, así, con la sangre cálida que salía de su piel, empapando el área de la entrepierna con su humedad lubricante, Iago puso término al ímpetu que tuvo que interrumpir al acabar la hora con su maniquí. Disfrutó increíblemente en una explosión de éxtasis y se recostó sin limpiarse. Era tanto su placer que no le importó manchar las sábanas de su cama. Esa noche se quedó profundamente dormido muy rápido y no tuvo sueño alguno.
Amaneció. El sol brillaba fuerte, pero no como para calentar aún la fresca mañana.
Iago amaneció con hambre, por supuesto, pero antes de entrar a la cocina quitó la ropa de cama manchada por sus fluidos corporales y la metió a la máquina de lavado y secado. Estuvo lista en diez minutos, y la colocó de nuevo en su habitación. No la tendió porque oyó que alguien entraba en su casa, así que bajó a ver de quién se trataba. No creía que fuera alguno de sus padres, a menos de que algo muy malo hubiera pasado. Escuchó unos pasos, que no conocía, dirigirse a la cocina y calentar un plato de comida en el horno de microondas. En ese momento, Iago bajó con sigilo.
-"Ey, tú. ¿Cómo estás, hermanito?".- Era Paulo el que saludaba mientras comía el almuerzo que su madre había dejado listo para el único hijo que vivía en casa. -"¡Vaya! ¡Sí que has crecido desde la última vez que te vi! Oh, supongo que estos panqués eran tuyos. Lo siento, hay más en el refrigerador. Saca unos para ti y caliéntalos".- Dijo con una sonrisa.
Iago no sabía qué hacía ahí; de pronto se le ocurrió que lo habían corrido de su trabajo. Sus padres, sin embargo, se alegrarían mucho de ver a su primogénito en casa. Sintió celos.
Paulo notó la cara de incomodidad de su hermano, por lo que lo tranquilizó explicándole que estaría ahí muy poco tiempo, sólo lo necesario para tratar asuntos de su trabajo.
- "Y dime, Iaguito, ¿sigues cortándote con navajas?" - Sonrió Paulo con una carcajadita burlona. - "La última vez que hablé con mamá dijo que todavía encontraba manchas de sangre en tu ropa. Ella piensa que eres tan patético que te golpean en el colegio". - Espetó el hermano mayor con sarcasmo porque le gustaba incomodar a Iago. - "Pero yo sé que tú eres el que te cortas. ¡Más patético aún! Desde niño te gustaba jugar en lugares peligrosos. Cada vez que tenías un accidente, te caías o te golpeabas, y sangrabas, en vez de llorar, lo disfrutabas. Yo nada más veía tu mirada destellante viendo brotar la sangre de tus rodillas. No me sorprendió nada la primera vez que te descubrí en el baño, sangrando y con la navaja de afeitar de papá. Ahí supe que serías un pusilánime." -
Iago no sabía exactamente lo que significaba aquella palabra, pero desde que su hermano Paulo se la dijo por primera vez sintió que era la ofensa más grande del mundo, y notó que el estómago se le revolvía de coraje. Eso mismo sintió justo en el instante que oyó de nuevo la palabra pusilánime salir de labios de Paulo. Iago se le arrojó con toda su furia para golpearlo pero Paulo, mucho más alto y fuerte que él, se lo impidió de un sólo movimiento y Iago cayó al piso, lleno de rencor.
- "Ya, ya, hermanito. Es una broma. No es para tanto." - Volvió a decir Paulo con un pequeño jadeo por la agitación, pero conservando su sonrisita burlona. - "Mejor me voy y regreso más noche. ¡Ah! Y a ver si me acompañas a la reunión de los uraquinos. Sirve que aprendes algo de provecho en vez de desperdiciar tu tiempo con navajitas". -
Los uraquinos eran una sociedad de la religión de moda de entonces. Era una especie de cristianismo modernizado donde la idea de pecado y penitencia había sido grandemente modificada. Se basaba en la creencia de un dios omnipotente y creador de múltiples universos con bastantes planetas habitados por seres humanoides, con el propósito de que todos llegaran al conocimiento absoluto, el autoconocimiento, el conocimiento de la divinidad y el conocimiento de los habitantes de los planetas vecinos. Iago pensaba que era una churrada creada por el sincretismo que había dejado la posmodernidad de las décadas pasadas.
Iago le dijo a su hermano que estaría ocupado y que jamás iría con los estúpidos uraquinos. Mientras abría el refrigerador, Paulo le dijo:
- "Iago, yo sé por qué no te gusta la iglesia de uraquia. Es por tu adicción a la autoestimulación sexual. Si tuvieras una pareja no tendrías necesidad de esa práctica tan egoísta y primitiva. Solo alguien tan patético y pusilánime como tú no puede conseguir a nadie para hacer lo naturalmente permitido a la humanidad". - Y una vez pronunciado este discurso, Paulo salió de inmediato de casa riéndose a carcajadas y dejando a Iago solo, en la cocina, bufando del coraje.
De toda su familia Paulo era el único que pertenecía al movimiento uraquino. Sólo una vez Iago acompañó a su hermano a una de sus reuniones cuando estaba de visita en la casa. Ahí, aunque no tenía más de once años, a Iago le pareció erróneo que la iglesia juzgara de antinatural la satisfacción erótica en solitario, una actividad que había descubierto hacía poco y que le gustaba lo bastante como para dejarla de hacer sólo porque alguien de los uraquinos lo decía. Según ellos, además de llevar una alimentación exclusivamente libre de productos de origen animal, y de practicar la meditación diaria por dos horas, cualquier conducta sexual era algo exclusivamente entre parejas y nunca individualmente. Obviamente a Iago, quien estaba acostumbrado a hacer lo que le daba en gana, cuando y como quería, nada de eso le pareció atractivo y nunca más quiso saber nada de la filosofía uraquina.
Pasó en su habitación el resto del día jugando videojuegos mientras pensaba en la dicha de sus padres cuando vieran a Paulo esa noche. Sólo deseaba que se volviera a ir pronto. Su hermano era aún más pesado que soportar a sus padres, después de todo, ellos casi ni le prestaban atención y eso le permitía llevar su vida solitaria como le gustaba.
Esa noche, desde su cuarto Iago oyó que llegó su madre, luego Paulo y los saludos emotivos que le siguieron. Finalmente, llego el padre. Saludos y charla nuevamente. Iago tenía hambre, pero prefirió acostarse en su cama sin cenar que presenciar la escena cursi de la familia feliz. Cerró sus ojos y decidió dormirse pensando en su encuentro otra vez con su maniquí particular.
Cuando despertó,  al otro día, ya no estaba su hermano. Se sintió relajado, listo para otro deseo que cumplir en la empresa de sus sueños.
Fue a su tercera visita. En esta ocasión perdió su virginidad. Fue un momento memorable para él. El placer que experimentó superaba en mucho sus expectativas.
Primero, como de costumbre al llegar a su cuarto del placer, Iago introdujo su brazo al receptáculo donde se extraía la sangre. El pinchazo fue, en esta ocasión, más doloroso. Debía ser el minúsculo callo que se estaba formando en la piel sobre su vena por las veces que la aguja entraba. Al endurecerse el punto de extracción sanguínea, hacía que se batallara más para que la aguja alcanzara la vena.
Sin embargo, después de la ligera mueca por la presión en el brazo, el chico disfrutó el instante en que la sangre salía. En menos de un minuto, ya estaba cayendo el maniquí hermafrodita de Iago, con todo su cuerpo desnudo, con esa mirada fría y complaciente, con la pequeña sonrisa en su rostro sintético, con todos los atributos que hacían que Iago sintiera una corriente eléctrica recorrer su cuerpo, desde la cabeza hasta detenerse, entumiéndose, en su entrepierna.
El chico no esperó a que dejara de salir la gota de sangre constante de la minúscula herida de su brazo. Se abalanzó, motivado por toda la excitación, a besar los labios del muñeco. Aunque la piel del monigote no era tibia como la de una persona viva, la textura de la boca era increíblemente real. Los dos seres, el humano y el sintético, se fundieron en uno, disfrutando de la suavidad de un beso tan verdadero como el corazón del muchacho era capaz de fingir.
Iago se quitó su ropa. Entonces, los dos quedaron iguales, sólo que uno se podía mover y el otro no, pero permitía ser manejado al antojo de su usuario. Pasaron unos minutos de más besos y caricias. A pesar de haber accesorios y juguetes sobre la mesita del cuarto, no fueron utilizados. El muchacho sobaba con avidez cada rincón del maniquí. El deseo creció exponencialmente hasta que Iago colocó el torso del muñeco sobre la mesa, boca abajo, con los pies colgando sobre el suelo. En ese momento, y sin pensarlo más, Iago embistió con todas sus fuerzas el cuerpo inerte de su acompañante, una y otra y otra vez. Sin saber las causas, mientras descargaba su virilidad, sentía una rabia y una tristeza al mismo tiempo viajando de su cara a su vientre, y después, un poco más abajo, hasta dejarlas salir en un estrépito de temblores pélvicos incontrolables, acompañadas de un chillido de placer y una piel erizada completamente. Ambos sentimientos terminaron depositados en el interior del maniquí, que seguía con su mirada fría y su pequeña sonrisa complaciente en su cara.
Sonó una alarma y se encendió la bombilla que indicaba que el tiempo estaba por concluir. Iago colocó a su maniquí en el nicho, y éste desapareció. Después se vistió, se secó un poco el sudor de la frente y abandonó la habitación del deseo.
Salió de la empresa dispuesto a ir a su casa, pero al doblar la esquina, vio a su hermano Paulo al otro lado de la calle. Iba solo. Iago se colocó detrás de uno de los anuncios luminosos que estaban en la parada del transporte público para no ser visto. Vio a Paulo cruzar la calle. Lo siguió con la mirada y, sin poder creerlo, vio cómo su hermano mayor entraba por la misma puerta por la que Iago había salido recientemente.
¿Qué hacía Paulo? ¿Utilizaba él también los servicios de la empresa "Deseos a tu Deseo"? No podía ser posible. Paulo era un uraquino. Su hermano siempre le decía que la satisfacción sexual tenía que ser en pareja. ¡Qué hipócrita había resultado! Si alguna vez Iago había sentido aunque fuera algo de respeto por Paulo, ahora le parecía más que despreciable. Pero si Paulo frecuentaba la empresa, eso significaba que Iago no podría ir con tanta libertad. No podía soportar la idea de que su hermano se enterara que él también iba y que hacía uso del mismo servicio. No podía permitir que sus padres supieran. No podía tolerar que se entrometieran en su vida. Y por nada del mundo podía darse el lujo de saberse vulnerable en un aspecto tan humano como el placer que esa empresa le brindaba.  Tenía que volverse más cuidadoso si quería seguir frecuentando sus placeres ocultos.
Se aisló más de su familia. No se dejaba ver por nadie. Temía que su mirada lo traicionara y que todos se dieran cuenta de que escondía algo. Todavía menos podía ver a Paulo y que éste le dijera alguno de sus sermones uraquinos acerca del sexo. Sentía que en el instante en que lo escuchara, no iba a resistir las ganar de gritarle a su hermano mayor que lo había visto entrar en la empresa. Eso sería dejarle en claro que él también era usuario asiduo.
A pesar de todo, no había momento en que no pensara en el cuarto del deseo y en su muñeco hermafrodita.
Volvió, sin embargo, con mucho cuidado para no ser visto, una cuarta, una quinta y una sexta ocasión a la empresa. En cada visita daba más rienda suelta a sus pasiones sexuales. Podía hacer lo que quisiera con su muñeco. Abría los cajones de la mesita del cuarto de placer y usaba con libertad y lascivia los látigos, esposas, corbatas, pelotas y múltiples juguetes sexuales que había ahí. En casa, sólo pensaba en diferentes cosas para hacer la próxima oportunidad.
Llegó el momento en el que Paulo tenía que volver a la ciudad donde vivía. Iago se las había arreglado para no tener que verlo y soportar los comentarios sarcásticos y los sermones uraquinos de su hermano hipócrita.
La mañana en la que oyó a Paulo despedirse de su mamá y papá se puso muy feliz. Con los padres en el trabajo y su hermano lejos, él ya no tendría que andarse cuidando las espaldas cada vez que visitara la empresa.
En la decimoquinta vez en el edificio de "Deseos a tu Deseo", Iago se veía mucho más flaco, pálido y ausente que de costumbre. Cuando introdujo el brazo para la extracción sanguínea usual sintió algo nuevo. Casi al finalizar la donación de sangre pudo sentir que algo se introducía bajo su piel. Sacó el brazo y notó algo, como una protuberancia minúscula, pero no supo qué era y no le dio mucha importancia. Salió su muñeco y Iago descargó su pasión sobre éste muy rápido. El resto de los minutos Iago Lorencez los mató dándole azotes sin ganas en las nalgas al maniquí.
Al pasar la hora, sonó la alarma y se encendió el monitor de la pared. Decía que esta era la última vez que podía acceder a los servicios de la empresa “Deseos a tu Deseo” y le daba las gracias. Al chico, esta noticia lo dejó muy sorprendido. No quería que terminara. Se había convertido en un adicto, pero por más que trató de presionar en diferentes lugares de la pantalla, no pasaba nada. No había ningún teléfono a donde pudiera llamar ni personal que lo pudiera atender. Se sintió desesperado cuando la luz se apagó, se abrió la puerta y tuvo que abandonar el recinto.
¿Qué? ¿Esto era todo? Si bien, en esa visita no había durado mucho su entusiasmo, pero tampoco significaba que ya estuviera harto. Tal vez el hecho de saberse con libertad de visitar a su muñeco sin tener que preocuparse porque lo viera su hermano le había disminuido la emoción. No estaba seguro de eso. No obstante, el saber que ya no podría utilizar los servicios sexuales a los que se había hecho adicto, lo sacudió fuerte. ¿Ahora qué haría? Después de probar el sadismo real con el que atacaba a su maniquí no encontraría la misma satisfacción con escenas eróticas en su computadora. Sentía que se había quedado, repentinamente, vacío.
Esa noche en casa, mientras trataba de dormir dando vueltas en su cama, Iago experimentó las primeras sensaciones en su piel. Lo que le habían colocado en el brazo era un chip pequeñísimo que había ido profundamente por su torrente sanguíneo hasta insertarse en su médula nerviosa. El propósito era hacer sentir al usuario todo lo que futuros beneficiarios de “Deseos a tu Deseo” hicieran a sus propios maniquís, siempre y cuando se eligiera un modelo basado en el ADN del usuario donante.
Esta ocasión, alguien más había elegido un modelo que llevaba características del ADN de Iago, y el chico podía experimentar en carne propia todo lo que se le hiciera a su homólogo de balística cada vez que se le seleccionara en un nuevo cuarto de placer a lo largo y ancho del planeta donde hubiera una sede de la empresa.
Iago podía sentir cada caricia en su piel de las decenas de usuarios; sus besos, sus golpes, el dolor, absolutamente todo.
A pesar de que nunca imaginó que detrás de ese negocio hubiera una cláusula semejante, el muchacho no se sentía agobiado. Las sensaciones que experimentaba con cada usuario nuevo, las ocurrencias de cada uno en tantas e innumerables posibilidades, tan diferentes y a tan variadas horas del día y de la noche, lo que bien podía ser una tortura, una terrible pesadilla infernal para muchos, Iago encontraba todo eso excitante.
De esa manera, Iago Lorencez encontró lo que le hacía falta en su vida. Sentir al máximo. Vivir sabiendo que había personas que encontraban en su cuerpo lo que necesitaban. Iago se sentía no sólo querido, sino deseado, útil. Aunque a veces sufría físicamente dolores agudos a causa de las laceraciones que los asistentes a la empresa le hacían al maniquí, el cual compartía información genética y sensorial con él,  Iago estaba contento. Disfrutaba finalmente el hecho de estar vivo. Se convenció a sí mismo que le bastaba y le sobraba con ser un maniquí a larga distancia en "Deseos a tu Deseo".


Fin.