lunes, 13 de octubre de 2014

Deseos a tu Deseo

Iago podía sentir cada caricia en su piel de las decenas de usuarios; sus besos, sus golpes, el dolor, absolutamente todo.
Aunque Iago Lorencez intuía que algo no tan bueno podría suceder desde que decidió acceder a los servicios de la empresa, no le importó realmente. Deseaba sentir, experimentar al máximo cualquier emoción; tal vez, sufrir.
Antes de eso, veintiocho días antes para ser exactos, Iago yacía sobre su cama de sabanas grises y mugrosas. Tenía 17 años y vivía con su madre y padre a los que no dejaba entrar a su habitación por nada del mundo. Estaba cortando la piel blanca de sus brazos con trazos perpendiculares a las muñecas de sus manos. Eran siempre heridas superfluas, pero eso no impedía que la sangre brotara en pequeñas gotas continuas que cubrían aparatosamente sus brazos. ¿Por qué lo hacía? Iago Lorencez sólo sabía que eso le hacía sentir placer. No un placer consciente, pero le provocaba emociones, sentimientos que eran como bálsamo para la apatía que abarcaban casi todo su contexto. Dejó que la sangre se secara y, mientras su piel regeneraba los pequeños cortes de la navaja de afeitar que usó, se quedó dormido, tal vez por falta de planes ese día, tal vez por falta de energía, tal vez por el escaso alimento que comía, tal vez por cansancio o por todo junto.
Durante sueños, el chico tuvo numerosas escenas oníricas de tinte erótico. A Iago no le agradaban este tipo de experiencias sexuales inconscientes, no por el hecho de verlas y sentirlas con los ojos cerrados -eso sí le gustaba- sino por el fastidio de tener que limpiar su ropa interior antes de depositarla en el cesto de la ropa sucia. Le molestaba un poco el hecho de que alguno de sus padres pudiera darse cuenta del tipo de sueños que tenía, no tanto por pudor como por el simple hecho de que su familia supiera algo personal de él. Hacía muchos años que vivía como ermitaño en su propio hogar, y, como tal, le provocaba un malestar tremendo compartir cualquier aspecto de su vida personal con alguien de su familia.
Al otro día despertó muy tarde. Había apenas terminado el primer semestre de universidad y estaba de vacaciones. Su madre lo despertó con golpes fuertes en la puerta.
_ "¡Iago, baja a comer! Ya están fríos los panqués con miel de tu almuerzo". _ Dijo la mamá y se retiró a su oficina como asistente particular de una firma muy poderosa en su ciudad. El padre, un hombre adicto al trabajo y a los juegos de azar, ya había partido a su empleo de tiempo completo, para después gastar más de la mitad de su sueldo en las mesas del casino.
Horas más tarde, después de bañarse, lavar un poco sus calzones de los residuos producidos durante el sueño y de limpiarse la sangre seca de sus brazos, Iago bajó a la cocina y apenas dio tres bocados a su comida. Salió de casa y se fue a vagar por ahí sin rumbo fijo, solo. Era una tarde de finales de noviembre de 2028. Iago era el menor de una familia de tres hijos, algo sumamente poco usual en la sociedad de entonces. Había muy pocos matrimonios heterosexuales y raramente conformaban familias. Quienes lo hacían, no pasaban de uno o dos hijos. El caso de Iago era remarcable. Fue un vástago no deseado, evidentemente, pero así eran la mayoría de los segundos hijos, ni hablar de los terceros.
Debido a lo anterior, la vida de Iago fue marcada desde pequeño como un ser humano que llegó para ocasionar problemas y nada más que molestias en una familia por demás numerosa, con roles ya bien establecidos. Los dos hermanos mayores del chico, Paulo y Melva, hacía tiempo que se habían emancipado de sus padres. Paulo ya vivía en una ciudad a ocho horas de distancia cuando Iago nació, y Melva se fue a trabajar como reportera a otro continente al tercer aniversario de su hermano menor. Como era de esperarse, los padres ya estaban grandes y fastidiados para la formación de un nuevo miembro que nadie esperaba. Paulo, quien trabajaba en otra ciudad, visitaba de vez en vez a su familia por períodos cortos de tiempo, los suficientes como para molestar a su hermano menor en cada oportunidad que tenía. Siempre se metía en donde no lo llamaban y le provocaba mucha gracia espiar a su hermano y hacerlo sentir mal por cualquier nimiedad, por absurda que fuera. Iago, por consiguiente lo odiaba. A Melva casi no la recordaba, pero como hacía mucho que se había ido de casa, ni siquiera la echaba de menos. Era como si fuera el hijo único de un matrimonio grande y sin ganas de cuidar de un hijo que llegó a sus vidas por un descuido.
"Viva sus deseos sexuales al momento, gratis y discretamente en: Deseos a tu Deseo". Era la publicidad de un cartel pegado en una barda de la calle que incluía una dirección y nada más. Iago la vio y le pareció algo de mal gusto así que, sin hacer ningún gesto, pasó de largo. ¡Vaya publicidad!
Llegó a un parque donde estuvo sentado sin hacer nada más que menearse sutilmente sobre un columpio solitario en esa tarde cálida otoñal. Sin querer, Iago Lorencez viajaba con pensamientos aleatorios hacia las palabras escritas en el cartel de "Deseos a tu Deseo" mientras algunas canciones sonaban del reproductor de su celular hasta los minúsculos audífonos inalámbricos en las orejas del muchacho.
Además de provocarse placer con el dolor de los cortes dérmicos, otra actividad que despabilaba el letargo de la apatía generalizada de Iago era la autoestimulación sexual. Durante esos momentos de intimidad solitaria, Iago veía imágenes explícitas en su computadora portátil y se imaginaba él mismo formando parte de las escenas. Le excitaba sobre todo las que incluían roles sadomasoquistas entre jóvenes del mismo sexo, ya fueran entre hombres o entre mujeres, pero jamás un acto heterosexual. Iago no hacía distinciones de género, y esto, durante algún tiempo, le hacía sentir vergüenza, hasta que se acostumbró y lo aceptó, pero sumergiéndose en un aislamiento absoluto.
"Viva sus deseos sexuales... gratis". Oía una y otra vez en su cabeza, y estas palabras, que en un principio le parecieron profanas por estar ahí expuestas a cualquiera que pasara y las viera, le resultaban ahora seductoras, atractivas. Tomó su celular e ingresó a la internet para buscar información de la empresa. Solamente encontró una página con fondo negro, el mismo texto con letras amarillas que ya había leído en el póster y una lista de direcciones en diferentes ciudades del mundo. Cada dirección era, al parecer, una sede de la empresa que prometía satisfacer los deseos sexuales gratuitamente. Iago pensó que, lo más probable, las primeras dos o tres veces serían gratis, y ya después cobrarían por el servicio de la misma forma que funcionaban las aplicaciones que descargaba para su dispositivo móvil. No podía ser de otra manera.
Pasaron las horas y Iago no hacía otra cosa que pensar en el anuncio, escuchar música y mecerse en el columpio del parque. El sol empezó a ocultarse. Decidió regresar a casa y buscó con ojos ávidos durante todo el trayecto el póster que le había llamado la atención. Después de unos minutos lo encontró y anotó la dirección sin pensar mucho al respecto de la moral involucrada. Llegó a su habitación arrojándose directo sobre la cama. Durante la noche tuvo sueños de lo que podría hacer si la publicidad fuera real. Cuando despertara lo averiguaría. Tuvo la colcha del cielo nocturno para decidirlo.
Sin embargo, antes de dormir tuvo un estado de alteración en sus emociones, algo frecuente desde que alcanzó la pubertad y las hormonas empezaron a despertar sus instintos sexuales, un estado fluctuante entre excitación, ansiedad y una depresión provocada por un sentimiento de soledad tangible. Transcurrieron dos horas y trece minutos para que Iago alcanzara el sueño. En ese tiempo, lo único que hacía era permanecer acostado de lado mientras su cuerpo se estremecía en pequeñas convulsiones provocadas por un sollozo silencioso para que nadie lo oyera. Se cubría el rostro con la almohada cada vez que sentía la necesidad de llorar más fuerte ante la sensación de ahogo. Se durmió cuando su alma se cansó de tanto llanto por no tener lo que deseaba, por no contar con nadie que se preocupara de verdad por él, que lo escuchara, que lo abrazara de vez en cuando, por no haber dado nunca un primer beso, por no haber recibido nunca la dosis de amor que una persona como él necesitaba.
Al amanecer, Iago estaba solo en casa. Despertó sintiéndose menos apesadumbrado. Sus padres ya se  habían ido a sus labores. Su madre, como de costumbre, tocó la puerta de su habitación para avisarle que le había dejado algo de desayunar y, como de costumbre, se había ido sin esperar respuesta de su hijo. 
Después de pensarlo toda la mañana, Iago salió sin almorzar nada a la dirección que había apuntado. Al acercarse al lugar, vio un edificio grande, viejo y sin ningún cartel. No fue sino hasta que estuvo frente a una puerta de metal que vio pintado con letras pequeñas el anuncio que decía: "Deseos a tu Deseo". Llamó al timbre que había sobre la misma puerta y ésta se abrió de improviso. ¿Qué habría dentro? ¿A quién vería? ¿Y si alguien lo reconocía? No tenía amigos del colegio, pero eso no impedía que sintiera oleadas de una ligera vergüenza.
Iago, impulsado por la expectación y la lujuria, entró en lo que era un cuarto redondo y pobremente iluminado. Se detuvo en seco a observarlo todo. A ambos lados de la puerta, pegadas a la pared, había algunas sillas como las de una sala de espera. Frente a él vio cuatro puertas y un monitor empotrado en la pared a la derecha de cada una. No había nadie en la habitación. Respiró aliviado. Se acercó a una de las puertas con pasos suaves a la última del extremo derecho. No quería hacer el menor ruido. Todo estaba tan silencioso en ese lugar. Trató de girar la perilla pero estaba atrancada. Se fijó que sobre la pantalla a su derecha decía: Inicio. Tocó ligeramente con su dedo la palabra, y se encendió todo el monitor, dándole la bienvenida a la Empresa "Deseos a tu Deseo".
Los próximos minutos Iago los pasó tecleando algunos datos como su edad, nombre, sexo y demás información personal bajo la premisa de ser manejada con suma discreción. Al finalizar, apareció un número de cuatro cifras que se imprimió en un papelito salido de una pequeña ranura debajo del monitor. Se escuchó un click en la puerta que indicaba que ya había sido abierta. Sobre la pantalla apareció como última instrucción que debía dirigirse al cuarto numero 417 e ingresar ahí el código que se le asignó.
El chico entró y vio un pasillo largo con numerosas puertas rojas a los lados. Cada una con un número blanco grabado que iniciaba con el 401. Iago Lorencez caminó con expectación y nervios hasta el 417 y vio un teclado de metal sobre la puerta que decía que ingresara el código, así que miró el papelito nuevamente y tecleó la cifra. El pensamiento de dar media vuelta y salir corriendo pasó volando en su cabeza. Se abrió la puerta y Iago se introdujo en la oscuridad.
De repente, una luz amarillenta iluminó un cuartito pequeño de unos dos metros cuadrados. Había una mesa con cajones, un nicho en una pared del tamaño de una persona y a un lado otro monitor. Se encendió y apareció un texto que recibía a Iago para brindarle un placer sin igual. El chico leyó con avidez las primeras instrucciones del usuario y, como todo le pareció seguro, siguió avanzando con el reglamento sin leer detenidamente el resto de la información. Sin embargo, cuando comenzó a llenar un formulario donde especificaba sus gustos en cuanto al tipo de persona que prefería llegó a una parte donde se hacía una extraña petición. A un lado de la pantalla había un hueco. El usuario debía introducir ahí su brazo hasta el codo y una máquina debía extraer algo de sangre con el propósito de decodificar el ADN para así ofrecer un servicio más personalizado. Iago, quien estaba acostumbrado a la sangre, aunque con cierta incertidumbre, casi no dudó en hacerlo.
Sintió una presión alrededor de su brazo y supuso que era para hacer saltar las venas; después, un piquete casi imperceptible. El chico notó un pequeño mareo momentáneo cuando la presión se detuvo y pudo sacar su brazo. Apenas si se veía la pequeñísima incisión en una de las venas de su muñeca.
Iago se dispuso a terminar de describir sus gustos. La empresa ofrecía un maniquí fabricado en gel de balística con sensación a piel y carne humanas hecho a la medida de las necesidades, para que el usuario pudiera hacer con él lo que quisiera durante una hora desde el momento de entrar a la habitación del deseo. Cuando llegó la ocasión de definir el género sexual del muñeco de placer, Iago Lorencez, después de pensar un momento, decidió que fuera hermafrodita. Le pareció una idea fabulosa contar con una "persona" que fuera a la vez hombre y mujer. Una vez elegido el modelo, se le asignaba un código de localización rápida para futuras visitas. El usuario podía acceder al servicio de la empresa gratuitamente una vez cada cuarenta y ocho horas y siempre se le proporcionaría el mismo maniquí seleccionado la primera vez, así que se debía pensar muy bien en la elección del modelo. Iago eligió un rostro muy andrógino de los cientos de opciones definidas que ofrecía el servicio.
Ese primer día, como tardó tiempo para decidirse por lo que quería, sólo quedaban cinco minutos de la hora permitida. Iago sintió su corazón latir de prisa cuando, al terminar y presionar el botón de enviar, del nicho en la pared se abrió una puerta superior y cayó su muñeco hecho conforme a sus indicaciones. Apenas si podía creer lo que veía cuando del suelo del nicho se abrió un hueco y el maniquí cayó por ahí. Se apagó la luz del cuarto y se abrió la puerta. Su tiempo había terminado.
Una vez en casa, Iago no podía asimilar lo que había sucedido. No dejaba de pensar en la empresa y las ganas de volver ahí lo consumían. Pasaron las cuarenta y ocho horas lentísimas pero, al final, el chico ya estaba de nuevo con su brazo dentro del orificio del cuarto de placer, dejándose extraer nuevamente sangre, se debía hacer esto cada vez que se accediera al servicio. Esta vez a Iago le sobraban cuarenta y cinco minutos una vez que ingresó su código y apareció de nuevo el modelo hermafrodita con rostro andrógino que había elegido.
Había fantaseado tanto en su casa con este momento. Durante esos dos días sólo salía de su cuarto para comer un poco y seguir soñando despierto con todas las posibilidades. Por primera vez en su vida Iago tenía brillo en su mirada.
Iago acercó su mano lentamente para acariciar el pecho del maniquí, estaba completamente desnudo y al chico le pareció cómico y a la vez excitante ver un poco de vello púbico sobre los genitales tanto masculinos como femeninos del muñeco. Su cara era exquisitamente detallada hasta en la simulación de poros dérmicos. Sus ojos eran de un azul intenso muy oscuro. La manera en la que estaban hechos provocaban varias percepciones: la primera era la sensación de que estaban vivos. Parecía que el maniquí podía ver y que en cualquier momento iba a hablar, como si a través de su mirada plástica pudiera dejar ver un alma humana existente dentro de su figura perfectamente esculpida. La segunda era un vacío absoluto que se expandía detrás de los ojos zarcos y frívolos de su rostro de goma. Sensaciones mixtas que excitaban al muchacho.
Durante cuarenta y cinco minutos Iago disfrutó como nunca el sentir con sus manos un cuerpo muy real sin reservas ni reproches. Acarició y besó lentamente cada espacio, cada pliegue. Después, las caricias y besos en los labios, en el cuello, en los brazos, ingles y genitales pasaron a ser pellizcos, golpecitos y mordidas. Apenas estaba pensando en bajarse él mismo los pantalones y hacer un uso más completo del servicio cuando sonó una alarma indicando que el tiempo había terminado. Iago Lorencez se vio rápidamente envuelto en un deseo creciente y desesperado por la siguiente visita.
Iago regresó a su casa y, por prinera vez en muchos años, estuvo a punto de saludar a su mamá, pero lo evitó. No quería que su madre se enterara de algo. No quería que incluso pensara que podía, de repente, establecer una posible relación entre ellos que nunca existió y que ni siquiera le interesaba que existiera.
Se encerró en su habitación para hacerse cortes en su piel nuevamente. Se quitó toda la ropa y se posó así frente a su espejo. Se contempló un tiempo, viendo en sí mismo las cicatrices anteriores y tratando de recordar lo que pasaba por su mente mientras se las hacía. No había escenas que le llegaran, solo emociones. Cada corte le mitigaba un dolor del corazón y le provocaba dicha. Era como si cada gota de sangre sacara la frustración y la infelicidad que no podían sacar las lágrimas. Esta vez  Iago Lorencez hizo heridas en sus piernas, muy cerca de sus ingles. Eso le provocó mucha excitación y, así, con la sangre cálida que salía de su piel, empapando el área de la entrepierna con su humedad lubricante, Iago puso término al ímpetu que tuvo que interrumpir al acabar la hora con su maniquí. Disfrutó increíblemente en una explosión de éxtasis y se recostó sin limpiarse. Era tanto su placer que no le importó manchar las sábanas de su cama. Esa noche se quedó profundamente dormido muy rápido y no tuvo sueño alguno.
Amaneció. El sol brillaba fuerte, pero no como para calentar aún la fresca mañana.
Iago amaneció con hambre, por supuesto, pero antes de entrar a la cocina quitó la ropa de cama manchada por sus fluidos corporales y la metió a la máquina de lavado y secado. Estuvo lista en diez minutos, y la colocó de nuevo en su habitación. No la tendió porque oyó que alguien entraba en su casa, así que bajó a ver de quién se trataba. No creía que fuera alguno de sus padres, a menos de que algo muy malo hubiera pasado. Escuchó unos pasos, que no conocía, dirigirse a la cocina y calentar un plato de comida en el horno de microondas. En ese momento, Iago bajó con sigilo.
-"Ey, tú. ¿Cómo estás, hermanito?".- Era Paulo el que saludaba mientras comía el almuerzo que su madre había dejado listo para el único hijo que vivía en casa. -"¡Vaya! ¡Sí que has crecido desde la última vez que te vi! Oh, supongo que estos panqués eran tuyos. Lo siento, hay más en el refrigerador. Saca unos para ti y caliéntalos".- Dijo con una sonrisa.
Iago no sabía qué hacía ahí; de pronto se le ocurrió que lo habían corrido de su trabajo. Sus padres, sin embargo, se alegrarían mucho de ver a su primogénito en casa. Sintió celos.
Paulo notó la cara de incomodidad de su hermano, por lo que lo tranquilizó explicándole que estaría ahí muy poco tiempo, sólo lo necesario para tratar asuntos de su trabajo.
- "Y dime, Iaguito, ¿sigues cortándote con navajas?" - Sonrió Paulo con una carcajadita burlona. - "La última vez que hablé con mamá dijo que todavía encontraba manchas de sangre en tu ropa. Ella piensa que eres tan patético que te golpean en el colegio". - Espetó el hermano mayor con sarcasmo porque le gustaba incomodar a Iago. - "Pero yo sé que tú eres el que te cortas. ¡Más patético aún! Desde niño te gustaba jugar en lugares peligrosos. Cada vez que tenías un accidente, te caías o te golpeabas, y sangrabas, en vez de llorar, lo disfrutabas. Yo nada más veía tu mirada destellante viendo brotar la sangre de tus rodillas. No me sorprendió nada la primera vez que te descubrí en el baño, sangrando y con la navaja de afeitar de papá. Ahí supe que serías un pusilánime." -
Iago no sabía exactamente lo que significaba aquella palabra, pero desde que su hermano Paulo se la dijo por primera vez sintió que era la ofensa más grande del mundo, y notó que el estómago se le revolvía de coraje. Eso mismo sintió justo en el instante que oyó de nuevo la palabra pusilánime salir de labios de Paulo. Iago se le arrojó con toda su furia para golpearlo pero Paulo, mucho más alto y fuerte que él, se lo impidió de un sólo movimiento y Iago cayó al piso, lleno de rencor.
- "Ya, ya, hermanito. Es una broma. No es para tanto." - Volvió a decir Paulo con un pequeño jadeo por la agitación, pero conservando su sonrisita burlona. - "Mejor me voy y regreso más noche. ¡Ah! Y a ver si me acompañas a la reunión de los uraquinos. Sirve que aprendes algo de provecho en vez de desperdiciar tu tiempo con navajitas". -
Los uraquinos eran una sociedad de la religión de moda de entonces. Era una especie de cristianismo modernizado donde la idea de pecado y penitencia había sido grandemente modificada. Se basaba en la creencia de un dios omnipotente y creador de múltiples universos con bastantes planetas habitados por seres humanoides, con el propósito de que todos llegaran al conocimiento absoluto, el autoconocimiento, el conocimiento de la divinidad y el conocimiento de los habitantes de los planetas vecinos. Iago pensaba que era una churrada creada por el sincretismo que había dejado la posmodernidad de las décadas pasadas.
Iago le dijo a su hermano que estaría ocupado y que jamás iría con los estúpidos uraquinos. Mientras abría el refrigerador, Paulo le dijo:
- "Iago, yo sé por qué no te gusta la iglesia de uraquia. Es por tu adicción a la autoestimulación sexual. Si tuvieras una pareja no tendrías necesidad de esa práctica tan egoísta y primitiva. Solo alguien tan patético y pusilánime como tú no puede conseguir a nadie para hacer lo naturalmente permitido a la humanidad". - Y una vez pronunciado este discurso, Paulo salió de inmediato de casa riéndose a carcajadas y dejando a Iago solo, en la cocina, bufando del coraje.
De toda su familia Paulo era el único que pertenecía al movimiento uraquino. Sólo una vez Iago acompañó a su hermano a una de sus reuniones cuando estaba de visita en la casa. Ahí, aunque no tenía más de once años, a Iago le pareció erróneo que la iglesia juzgara de antinatural la satisfacción erótica en solitario, una actividad que había descubierto hacía poco y que le gustaba lo bastante como para dejarla de hacer sólo porque alguien de los uraquinos lo decía. Según ellos, además de llevar una alimentación exclusivamente libre de productos de origen animal, y de practicar la meditación diaria por dos horas, cualquier conducta sexual era algo exclusivamente entre parejas y nunca individualmente. Obviamente a Iago, quien estaba acostumbrado a hacer lo que le daba en gana, cuando y como quería, nada de eso le pareció atractivo y nunca más quiso saber nada de la filosofía uraquina.
Pasó en su habitación el resto del día jugando videojuegos mientras pensaba en la dicha de sus padres cuando vieran a Paulo esa noche. Sólo deseaba que se volviera a ir pronto. Su hermano era aún más pesado que soportar a sus padres, después de todo, ellos casi ni le prestaban atención y eso le permitía llevar su vida solitaria como le gustaba.
Esa noche, desde su cuarto Iago oyó que llegó su madre, luego Paulo y los saludos emotivos que le siguieron. Finalmente, llego el padre. Saludos y charla nuevamente. Iago tenía hambre, pero prefirió acostarse en su cama sin cenar que presenciar la escena cursi de la familia feliz. Cerró sus ojos y decidió dormirse pensando en su encuentro otra vez con su maniquí particular.
Cuando despertó,  al otro día, ya no estaba su hermano. Se sintió relajado, listo para otro deseo que cumplir en la empresa de sus sueños.
Fue a su tercera visita. En esta ocasión perdió su virginidad. Fue un momento memorable para él. El placer que experimentó superaba en mucho sus expectativas.
Primero, como de costumbre al llegar a su cuarto del placer, Iago introdujo su brazo al receptáculo donde se extraía la sangre. El pinchazo fue, en esta ocasión, más doloroso. Debía ser el minúsculo callo que se estaba formando en la piel sobre su vena por las veces que la aguja entraba. Al endurecerse el punto de extracción sanguínea, hacía que se batallara más para que la aguja alcanzara la vena.
Sin embargo, después de la ligera mueca por la presión en el brazo, el chico disfrutó el instante en que la sangre salía. En menos de un minuto, ya estaba cayendo el maniquí hermafrodita de Iago, con todo su cuerpo desnudo, con esa mirada fría y complaciente, con la pequeña sonrisa en su rostro sintético, con todos los atributos que hacían que Iago sintiera una corriente eléctrica recorrer su cuerpo, desde la cabeza hasta detenerse, entumiéndose, en su entrepierna.
El chico no esperó a que dejara de salir la gota de sangre constante de la minúscula herida de su brazo. Se abalanzó, motivado por toda la excitación, a besar los labios del muñeco. Aunque la piel del monigote no era tibia como la de una persona viva, la textura de la boca era increíblemente real. Los dos seres, el humano y el sintético, se fundieron en uno, disfrutando de la suavidad de un beso tan verdadero como el corazón del muchacho era capaz de fingir.
Iago se quitó su ropa. Entonces, los dos quedaron iguales, sólo que uno se podía mover y el otro no, pero permitía ser manejado al antojo de su usuario. Pasaron unos minutos de más besos y caricias. A pesar de haber accesorios y juguetes sobre la mesita del cuarto, no fueron utilizados. El muchacho sobaba con avidez cada rincón del maniquí. El deseo creció exponencialmente hasta que Iago colocó el torso del muñeco sobre la mesa, boca abajo, con los pies colgando sobre el suelo. En ese momento, y sin pensarlo más, Iago embistió con todas sus fuerzas el cuerpo inerte de su acompañante, una y otra y otra vez. Sin saber las causas, mientras descargaba su virilidad, sentía una rabia y una tristeza al mismo tiempo viajando de su cara a su vientre, y después, un poco más abajo, hasta dejarlas salir en un estrépito de temblores pélvicos incontrolables, acompañadas de un chillido de placer y una piel erizada completamente. Ambos sentimientos terminaron depositados en el interior del maniquí, que seguía con su mirada fría y su pequeña sonrisa complaciente en su cara.
Sonó una alarma y se encendió la bombilla que indicaba que el tiempo estaba por concluir. Iago colocó a su maniquí en el nicho, y éste desapareció. Después se vistió, se secó un poco el sudor de la frente y abandonó la habitación del deseo.
Salió de la empresa dispuesto a ir a su casa, pero al doblar la esquina, vio a su hermano Paulo al otro lado de la calle. Iba solo. Iago se colocó detrás de uno de los anuncios luminosos que estaban en la parada del transporte público para no ser visto. Vio a Paulo cruzar la calle. Lo siguió con la mirada y, sin poder creerlo, vio cómo su hermano mayor entraba por la misma puerta por la que Iago había salido recientemente.
¿Qué hacía Paulo? ¿Utilizaba él también los servicios de la empresa "Deseos a tu Deseo"? No podía ser posible. Paulo era un uraquino. Su hermano siempre le decía que la satisfacción sexual tenía que ser en pareja. ¡Qué hipócrita había resultado! Si alguna vez Iago había sentido aunque fuera algo de respeto por Paulo, ahora le parecía más que despreciable. Pero si Paulo frecuentaba la empresa, eso significaba que Iago no podría ir con tanta libertad. No podía soportar la idea de que su hermano se enterara que él también iba y que hacía uso del mismo servicio. No podía permitir que sus padres supieran. No podía tolerar que se entrometieran en su vida. Y por nada del mundo podía darse el lujo de saberse vulnerable en un aspecto tan humano como el placer que esa empresa le brindaba.  Tenía que volverse más cuidadoso si quería seguir frecuentando sus placeres ocultos.
Se aisló más de su familia. No se dejaba ver por nadie. Temía que su mirada lo traicionara y que todos se dieran cuenta de que escondía algo. Todavía menos podía ver a Paulo y que éste le dijera alguno de sus sermones uraquinos acerca del sexo. Sentía que en el instante en que lo escuchara, no iba a resistir las ganar de gritarle a su hermano mayor que lo había visto entrar en la empresa. Eso sería dejarle en claro que él también era usuario asiduo.
A pesar de todo, no había momento en que no pensara en el cuarto del deseo y en su muñeco hermafrodita.
Volvió, sin embargo, con mucho cuidado para no ser visto, una cuarta, una quinta y una sexta ocasión a la empresa. En cada visita daba más rienda suelta a sus pasiones sexuales. Podía hacer lo que quisiera con su muñeco. Abría los cajones de la mesita del cuarto de placer y usaba con libertad y lascivia los látigos, esposas, corbatas, pelotas y múltiples juguetes sexuales que había ahí. En casa, sólo pensaba en diferentes cosas para hacer la próxima oportunidad.
Llegó el momento en el que Paulo tenía que volver a la ciudad donde vivía. Iago se las había arreglado para no tener que verlo y soportar los comentarios sarcásticos y los sermones uraquinos de su hermano hipócrita.
La mañana en la que oyó a Paulo despedirse de su mamá y papá se puso muy feliz. Con los padres en el trabajo y su hermano lejos, él ya no tendría que andarse cuidando las espaldas cada vez que visitara la empresa.
En la decimoquinta vez en el edificio de "Deseos a tu Deseo", Iago se veía mucho más flaco, pálido y ausente que de costumbre. Cuando introdujo el brazo para la extracción sanguínea usual sintió algo nuevo. Casi al finalizar la donación de sangre pudo sentir que algo se introducía bajo su piel. Sacó el brazo y notó algo, como una protuberancia minúscula, pero no supo qué era y no le dio mucha importancia. Salió su muñeco y Iago descargó su pasión sobre éste muy rápido. El resto de los minutos Iago Lorencez los mató dándole azotes sin ganas en las nalgas al maniquí.
Al pasar la hora, sonó la alarma y se encendió el monitor de la pared. Decía que esta era la última vez que podía acceder a los servicios de la empresa “Deseos a tu Deseo” y le daba las gracias. Al chico, esta noticia lo dejó muy sorprendido. No quería que terminara. Se había convertido en un adicto, pero por más que trató de presionar en diferentes lugares de la pantalla, no pasaba nada. No había ningún teléfono a donde pudiera llamar ni personal que lo pudiera atender. Se sintió desesperado cuando la luz se apagó, se abrió la puerta y tuvo que abandonar el recinto.
¿Qué? ¿Esto era todo? Si bien, en esa visita no había durado mucho su entusiasmo, pero tampoco significaba que ya estuviera harto. Tal vez el hecho de saberse con libertad de visitar a su muñeco sin tener que preocuparse porque lo viera su hermano le había disminuido la emoción. No estaba seguro de eso. No obstante, el saber que ya no podría utilizar los servicios sexuales a los que se había hecho adicto, lo sacudió fuerte. ¿Ahora qué haría? Después de probar el sadismo real con el que atacaba a su maniquí no encontraría la misma satisfacción con escenas eróticas en su computadora. Sentía que se había quedado, repentinamente, vacío.
Esa noche en casa, mientras trataba de dormir dando vueltas en su cama, Iago experimentó las primeras sensaciones en su piel. Lo que le habían colocado en el brazo era un chip pequeñísimo que había ido profundamente por su torrente sanguíneo hasta insertarse en su médula nerviosa. El propósito era hacer sentir al usuario todo lo que futuros beneficiarios de “Deseos a tu Deseo” hicieran a sus propios maniquís, siempre y cuando se eligiera un modelo basado en el ADN del usuario donante.
Esta ocasión, alguien más había elegido un modelo que llevaba características del ADN de Iago, y el chico podía experimentar en carne propia todo lo que se le hiciera a su homólogo de balística cada vez que se le seleccionara en un nuevo cuarto de placer a lo largo y ancho del planeta donde hubiera una sede de la empresa.
Iago podía sentir cada caricia en su piel de las decenas de usuarios; sus besos, sus golpes, el dolor, absolutamente todo.
A pesar de que nunca imaginó que detrás de ese negocio hubiera una cláusula semejante, el muchacho no se sentía agobiado. Las sensaciones que experimentaba con cada usuario nuevo, las ocurrencias de cada uno en tantas e innumerables posibilidades, tan diferentes y a tan variadas horas del día y de la noche, lo que bien podía ser una tortura, una terrible pesadilla infernal para muchos, Iago encontraba todo eso excitante.
De esa manera, Iago Lorencez encontró lo que le hacía falta en su vida. Sentir al máximo. Vivir sabiendo que había personas que encontraban en su cuerpo lo que necesitaban. Iago se sentía no sólo querido, sino deseado, útil. Aunque a veces sufría físicamente dolores agudos a causa de las laceraciones que los asistentes a la empresa le hacían al maniquí, el cual compartía información genética y sensorial con él,  Iago estaba contento. Disfrutaba finalmente el hecho de estar vivo. Se convenció a sí mismo que le bastaba y le sobraba con ser un maniquí a larga distancia en "Deseos a tu Deseo".


Fin. 

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